Emilio
Sosa López: Si el Tiempo Dejara de Existir
Si el tiempo
dejara de existir, si se evaporara de pronto como el perfume de una ropa
(incluso de la fijación fetichista del que la olió con algún arrobo), si dejara
de ser lo que corroe, enferma o envejece, es decir, ese flujo que determina toda
realidad como una música callada (que alguien supuestamente tiene que oírla,
porque si no carecería de sentido que fuera una música); si el tiempo, digo,
dejara de ser, ¿cuánto me faltaría para cumplir mi condena? ¿Con qué patrón se
mediría o verificaría el plazo de la pena que me impuso la Justicia? ¿Qué
pasaría en fin con un preso como yo, que tiene que esperar todavía veintitrés
años más de encierro?
Lo increíble es que esto acaba de ocurrir. A primera hora de la mañana apareció un guardián y me dijo: -Oiga, profesor, a usted que es medio ateo le va a interesar la noticia. (Me llaman ateo por lo inverosímil de mi crimen y, también, porque soy un intelectual; un ácrata para unos o un réprobo para otros.) En el mundo o el cosmos o el universo, como quiera llamarlo, se ha terminado el tiempo. No hay más tiempo. Parece ser que el universo que se expande ha llegado a su punto más extremo, ha cesado de expandirse. Así viene la noticia. Lo dicen todos los científicos y así figura en la primera plana de los periódicos. Están dando además informaciones constantes por la radio.
Conociendo mi temperamento reflexivo, se detiene un rato más. Y me pregunta con sorna: -¿Cuánto le dieron por matar tan inmotivadamente a aquel párroco? Su abogado alegó que estaba loco, pero el jurado comprobó su lucidez y plena conciencia al cometer el crimen, ya que usted mismo confesó que ese acto respondía a una necesidad muy profunda de su ánimo. Le dieron un veinticinco buenos años, ¿no? Pues bien, ¿qué se hará con usted ahora que ya no hay tiempo? ¿Quedará encerrado por toda la eternidad? ¿Cómo medirán de aquí en adelante su condena? Sólo los muertos están guardados para siempre. Pero para alguien que aún está vivo, ¿cómo procederá la humanidad de la Justicia? Porque todo lo que pase ahora es, según se lo dice, a perpetuidad...
El guardián que al comienzo parecía burlarse de mí se asemejaba ahora a un filósofo. -Qué curioso, ¿no? Jamás hubiese imaginado vivir a perpetuidad como los dioses. Todos nuestros actos son ya arquetípicos; parecen ser actos puros del pensamiento-. Y siguió andando con un aire cada vez más reflexivo para avisarle lo mismo al preso de al lado.
Me he quedado tirado en mi tarima, con las manos debajo de la cabeza. En verdad, ¿qué harán conmigo?, me pregunto. Repentinamente, con un ruido seco, todas las puertas de rejas de las celdas se descorren. -¡Salgan! -dicen por los altoparlantes-. No hay más tiempo. Las penas están de hecho conmutadas. ¡Están en libertad! Lo que no sabemos es si lo que está ocurriendo ahora sigue siendo la vida o somos ya meros espectros de una repentina fantasmagoría.
Así se expresaban los parlantes con la habitual y monótona voz con que antes nos imponían silencio y nos hacían andar en fila, detenernos, entrar a un mismo tiempo en las celdas, recomendando no escandalizar ni hacer el menor ruido posible, inclusive el de rezar aún en voz baja.
Al salir de mi celda para asegurarme sobre mi situación personal, pedí hablar con el encargado del pabellón. Un guardia que solía ser feroz en los castigos y procedía siempre a gritos y empellones, me quiso disuadir, hablándome casi como en un ruego: -Mire, profesor, el oficial está tan perplejo como usted. La orden viene de muy arriba, casi diría que del cielo. Sólo que a nosotros nos llega del Gobernador. Él mismo asegura que la orden viene directamente de Dios -que, según parece, ha vuelto a hablar como el viejo Jehová. Como nuestro país es tan estatista, esta información (apocalíptica) del fin de los tiempos, ha tenido que ser refrendada, para que nadie dude, por el Presidente de la Nación, sus ministros, autoridades del Congreso y miembros de la Suprema Corte de Justicia, junto con los Jefes de las tres Fuerzas Armadas y altos dignatarios de la Iglesia. En un decreto global se ha dispueso, por último, antes de disolverse el Gobierno, que "por mandato de Dios" (que en nuestra Constitución es "fuente de toda Razón y Justicia"), sean liberados los presos, cancelados todos los plazos o vencimientos de deudas que ya no las habrá más, pues el dinero ha dejado de tener valor. Nada vale nada, no rigen ni las fechas, los días, los meses ni los años. Tampoco se usarán más los nombres de los días. Se ha confirmado además que no habrá más muerte ni dolor. Nada cambiará en adelante. Todos los que murieron han sido resucitados y así, vivos, muertos y niños tienen de hecho la misma edad. Mundo colmado, es cierto, pero libre, sapientísimo, sin necesidad de diarios ni noticieros. Ni libros. El mal que los producía ha desaparecido al no operar más el tiempo. No habrá más babelismo. Hasta el hombre de Cro-Magnon hablará inglés, latín, hebreo o el idioma o dialecto que quiera. Todos lo entenderán. Podrá viajar incluso en avión o cohete a cualquier parte, como en un sueño. O con el pensamiento simplemente. En realidad, no existirá otra cosa que la ilusión del movimiento...
Y agregó tras un suspiro: -Se dice que debemos comenzar a habituarnos a vivir en la eternidad. -Pletórico de entusiasmo casi le grité: -¿Entonces quiere decir que se han confirmado aquellos versos de Rimbaud: "Elle est retrouvée! / Quoi? l'Éternité"?... -C'est vrai! -me respondió el perverso esbirro y se alejó.
Todavía estoy en el pasillo donde queda mi celda. Ya se han ido todos, algunos con mucha indecisión. El último preso con el que hablé, que estaba enfermo y casi paralítico por su reuma, me dijo: -Yo creo que no tiene sentido irse de aquí, si ni siquiera necesitamos alimentarnos. ¿Irnos, para qué? ¿Para aprender algo nuevo fuera? Ya lo sabemos todo por un triquitraque de la mente. Jamás hubiese imaginado que pudiera explicar con tal precisión la relatividad de Einstein o la teoría de los quanta de Planck. O defender de sus infinitos comentaristas las ideas de Platón. O saberme de memoria Descartes, Kant o Schopenhauer. ¡Qué claro me resulta hoy Hegel! Y eso que en mi vida no he sido más que un ratero. Tengo en mi mente toda la música de Bach, Mozart, Brahms o Schönberg. Y toda la literatura, desde Homero a Borges. Lo que siento es que no haya más historia del arte. Con todo esto, ¿para qué irme de aquí? Este será un solar vacío, ideal para reparar y repasar lo creado por el hombre. Sólo me iré hasta el patio de esta prisión, únicamente para recordar con cuánta dificultad me desentumecía cuando tenía reumatismo. Ya volveré a conversar con usted, aunque de qué vamos a hablar si ya sabemos todo de todo.
Parece que el tiempo era nuestra frustración. Nunca teníamos tiempo para nada, apenas si para algún estallido de la pasión o de nuestras furias. Pero también parece que sin el tiempo ya hemos dejado de ser totalmente hombres, es decir, hombres mortales, viciosos, pendencieros, rufianes, mentirosos, delatores o perseguidores, guardianes, ajusticiadores, terroristas, prestamistas o torturadores. ¿Qué haremos ahora, salvo pasearnos como espectros sapientísimos, en la pululación de esta ya invariable alegoría que ni siquiera Dante hubiera osado imaginar? Porque no puedo creer que el reino de Dios resulte al final tan tedioso como lo pintan las actuales circunstancias.
Lo increíble es que esto acaba de ocurrir. A primera hora de la mañana apareció un guardián y me dijo: -Oiga, profesor, a usted que es medio ateo le va a interesar la noticia. (Me llaman ateo por lo inverosímil de mi crimen y, también, porque soy un intelectual; un ácrata para unos o un réprobo para otros.) En el mundo o el cosmos o el universo, como quiera llamarlo, se ha terminado el tiempo. No hay más tiempo. Parece ser que el universo que se expande ha llegado a su punto más extremo, ha cesado de expandirse. Así viene la noticia. Lo dicen todos los científicos y así figura en la primera plana de los periódicos. Están dando además informaciones constantes por la radio.
Conociendo mi temperamento reflexivo, se detiene un rato más. Y me pregunta con sorna: -¿Cuánto le dieron por matar tan inmotivadamente a aquel párroco? Su abogado alegó que estaba loco, pero el jurado comprobó su lucidez y plena conciencia al cometer el crimen, ya que usted mismo confesó que ese acto respondía a una necesidad muy profunda de su ánimo. Le dieron un veinticinco buenos años, ¿no? Pues bien, ¿qué se hará con usted ahora que ya no hay tiempo? ¿Quedará encerrado por toda la eternidad? ¿Cómo medirán de aquí en adelante su condena? Sólo los muertos están guardados para siempre. Pero para alguien que aún está vivo, ¿cómo procederá la humanidad de la Justicia? Porque todo lo que pase ahora es, según se lo dice, a perpetuidad...
El guardián que al comienzo parecía burlarse de mí se asemejaba ahora a un filósofo. -Qué curioso, ¿no? Jamás hubiese imaginado vivir a perpetuidad como los dioses. Todos nuestros actos son ya arquetípicos; parecen ser actos puros del pensamiento-. Y siguió andando con un aire cada vez más reflexivo para avisarle lo mismo al preso de al lado.
Me he quedado tirado en mi tarima, con las manos debajo de la cabeza. En verdad, ¿qué harán conmigo?, me pregunto. Repentinamente, con un ruido seco, todas las puertas de rejas de las celdas se descorren. -¡Salgan! -dicen por los altoparlantes-. No hay más tiempo. Las penas están de hecho conmutadas. ¡Están en libertad! Lo que no sabemos es si lo que está ocurriendo ahora sigue siendo la vida o somos ya meros espectros de una repentina fantasmagoría.
Así se expresaban los parlantes con la habitual y monótona voz con que antes nos imponían silencio y nos hacían andar en fila, detenernos, entrar a un mismo tiempo en las celdas, recomendando no escandalizar ni hacer el menor ruido posible, inclusive el de rezar aún en voz baja.
Al salir de mi celda para asegurarme sobre mi situación personal, pedí hablar con el encargado del pabellón. Un guardia que solía ser feroz en los castigos y procedía siempre a gritos y empellones, me quiso disuadir, hablándome casi como en un ruego: -Mire, profesor, el oficial está tan perplejo como usted. La orden viene de muy arriba, casi diría que del cielo. Sólo que a nosotros nos llega del Gobernador. Él mismo asegura que la orden viene directamente de Dios -que, según parece, ha vuelto a hablar como el viejo Jehová. Como nuestro país es tan estatista, esta información (apocalíptica) del fin de los tiempos, ha tenido que ser refrendada, para que nadie dude, por el Presidente de la Nación, sus ministros, autoridades del Congreso y miembros de la Suprema Corte de Justicia, junto con los Jefes de las tres Fuerzas Armadas y altos dignatarios de la Iglesia. En un decreto global se ha dispueso, por último, antes de disolverse el Gobierno, que "por mandato de Dios" (que en nuestra Constitución es "fuente de toda Razón y Justicia"), sean liberados los presos, cancelados todos los plazos o vencimientos de deudas que ya no las habrá más, pues el dinero ha dejado de tener valor. Nada vale nada, no rigen ni las fechas, los días, los meses ni los años. Tampoco se usarán más los nombres de los días. Se ha confirmado además que no habrá más muerte ni dolor. Nada cambiará en adelante. Todos los que murieron han sido resucitados y así, vivos, muertos y niños tienen de hecho la misma edad. Mundo colmado, es cierto, pero libre, sapientísimo, sin necesidad de diarios ni noticieros. Ni libros. El mal que los producía ha desaparecido al no operar más el tiempo. No habrá más babelismo. Hasta el hombre de Cro-Magnon hablará inglés, latín, hebreo o el idioma o dialecto que quiera. Todos lo entenderán. Podrá viajar incluso en avión o cohete a cualquier parte, como en un sueño. O con el pensamiento simplemente. En realidad, no existirá otra cosa que la ilusión del movimiento...
Y agregó tras un suspiro: -Se dice que debemos comenzar a habituarnos a vivir en la eternidad. -Pletórico de entusiasmo casi le grité: -¿Entonces quiere decir que se han confirmado aquellos versos de Rimbaud: "Elle est retrouvée! / Quoi? l'Éternité"?... -C'est vrai! -me respondió el perverso esbirro y se alejó.
Todavía estoy en el pasillo donde queda mi celda. Ya se han ido todos, algunos con mucha indecisión. El último preso con el que hablé, que estaba enfermo y casi paralítico por su reuma, me dijo: -Yo creo que no tiene sentido irse de aquí, si ni siquiera necesitamos alimentarnos. ¿Irnos, para qué? ¿Para aprender algo nuevo fuera? Ya lo sabemos todo por un triquitraque de la mente. Jamás hubiese imaginado que pudiera explicar con tal precisión la relatividad de Einstein o la teoría de los quanta de Planck. O defender de sus infinitos comentaristas las ideas de Platón. O saberme de memoria Descartes, Kant o Schopenhauer. ¡Qué claro me resulta hoy Hegel! Y eso que en mi vida no he sido más que un ratero. Tengo en mi mente toda la música de Bach, Mozart, Brahms o Schönberg. Y toda la literatura, desde Homero a Borges. Lo que siento es que no haya más historia del arte. Con todo esto, ¿para qué irme de aquí? Este será un solar vacío, ideal para reparar y repasar lo creado por el hombre. Sólo me iré hasta el patio de esta prisión, únicamente para recordar con cuánta dificultad me desentumecía cuando tenía reumatismo. Ya volveré a conversar con usted, aunque de qué vamos a hablar si ya sabemos todo de todo.
Parece que el tiempo era nuestra frustración. Nunca teníamos tiempo para nada, apenas si para algún estallido de la pasión o de nuestras furias. Pero también parece que sin el tiempo ya hemos dejado de ser totalmente hombres, es decir, hombres mortales, viciosos, pendencieros, rufianes, mentirosos, delatores o perseguidores, guardianes, ajusticiadores, terroristas, prestamistas o torturadores. ¿Qué haremos ahora, salvo pasearnos como espectros sapientísimos, en la pululación de esta ya invariable alegoría que ni siquiera Dante hubiera osado imaginar? Porque no puedo creer que el reino de Dios resulte al final tan tedioso como lo pintan las actuales circunstancias.
(De Cuentos para una época incrédula, Ediciones Mundi, Córdoba,
Argentina, 1994)
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