martes, 18 de septiembre de 2012


El visionario, novela, Editorial Joaquín Mortiz, México, D. F., 1978; elogiada por Octavio Paz como "imprescindible para entender la novelística actual"




lunes, 3 de septiembre de 2012

Dedicatorias


DEDICATORIAS




RAFAEL ALBERTI a Emilio Sosa López




JORGE LUIS BORGES a Emilio Sosa López



LANZA DEL VASTO a Emilio Sosa López




JUAN LARREA a Emilio Sosa López




CARLOS FUENTES a Emilio Sosa López




GUILLERMO DE TORRE a Emilio Sosa López




EDUARDO MALLEA a Emilio Sosa López




RICARDO E. MOLINARI a Emilio Sosa López




DANIEL MOYANO a Emilio Sosa López




MANUEL MUJICA LAINEZ a Emilio Sosa López




ERNESTO SABATO a Emilio Sosa López






lunes, 28 de mayo de 2012

BORGES Y SOSA LÓPEZ


En España, a Borges se le preguntó: “¿Los autores importantes de Argentina sólo están en Buenos Aires?”, a lo que él respondió: “No todos; por ejemplo, en Córdoba, vive el gran poeta Emilio Sosa López", y recitó un poema de este autor.

domingo, 27 de mayo de 2012

EL PAPEL SOCIAL DEL ESCRITOR Emilio Sosa López




EL   PAPEL   SOCIAL   DEL   ESCRITOR



Emilio Sosa López




La tensión provocada por el enfrentamiento de esas dos concepciones de vida, burguesa y cristiana, tenía necesariamente que sacudir ese aparente rigor estético en que se desarrolló el clasicismo francés. El mundo de las letras, a la vez que se consolidaba en sus principios formales, dejaba de ser un orden exclusivamente artístico para configurar, en adelante, un frente de lucha de nuevas ideas y principios. Todo esfuerzo de la inteligencia tendía a asentar las bases de una nueva educación del hombre. Esto significó plantear una discusión a fondo de todos los contenidos del saber y la moral. Sartre lo ha señalado en su ensayo ya citado, al indicar que “en el siglo XVII, al decidirse a escribir, se abrazaba un oficio definitivo, con sus fórmulas, sus reglas y sus costumbres, con su rango en la jerarquía de las profesiones”. Pero, agrega, “en el siglo XVIII, los moldes quedan rotos, todo está por hacerse y las obras del espíritu, en lugar de confeccionarse con más o menos felicidad y según normas establecidas, son una invención particular y como una decisión del autor referente a la naturaleza, el valor y el alcance de las Bellas Letras: cada uno trae consigo sus propios reglamentos y principios conforme a los cuales quiere ser juzgado”. También en el orden general de las creencias sucede lo mismo. No hay sino desafío y orgullo personal en las convicciones. Ya Bossuet observaba desmoralizado el comienzo de este proceso y decía sensiblemente, con recelo y contrición: “Vemos todos los días como se enmaraña la ley moral con tantas cuestiones y enredos que no podría haber más en los procesos más engorrosos. Si Dios no pone término a estas dañosas sutilezas que nos inspira el amor propio, pronto no serán las reglas de la fe y de la lealtad más que otros tantos problemas”.

Ahora los nuevos escritores encuentran un mercado de competencia en la cotización social de sus productos intelectuales. Y estos productos sólo interesan o impresionan por la novedad de ideas liberadoras de ese estado  de caída irredenta en que los ubican las doctrinas religiosas. Se busca, por el contrario, una nueva imagen del hombre que rescate a los individuos del sentir de una originaria pecaminosidad. Todo ello conduce a volver los ojos a la claridad de las ciencias. Estas son, al menos, las únicas promesas seguras para ese “honnête homme” del siglo que, a falta de una encendida y abrasadora fe, quiere seguir siendo probo y cumpliendo de un modo honrado sus obligaciones. Por lo demás, el Estado, al asumir en estos tramos históricos, el control de la enseñanza, ha terminado por instituir, en las prerrogativas del poder, una absoluta supremacía en las concepciones políticas y culturales de la época, sin reconocer el valor de las restantes creaciones espirituales. Frente a este hecho irreversible que habrá de prolongarse hasta la revolución francesa, los escritores o artistas tuvieron que aceptar la condición de súbditos del Estado y atenerse a sus normas, para no quedar fuera de la necesaria protección de las autoridades. En tal sentido, el valor de la autoeducación que secularmente impuso la preocupación antropológica proveniente del Renacimiento vino a desembocar, al fin de cuentas, en una filosofía práctica de la vida, o en una especie de sentido político de la acción, a cuyo servicio la herencia egotista de un Maquiavelo o la propensión idealista del libre pensamiento disputaron su preeminencia en la elaboración de una nueva concepción del hombre. Aquí el espíritu crítico de la época inclinó su atención sobre los problemas afines al ser histórico más que a las viejas cuestiones de carácter meramente psicológico o teológico. En este caso, se observará la reacción de una burguesía ilustrada en busca de planteos científicos que le aseguren una ley de progreso a la educación y el saber. El liberalismo burgués asumirá esta misión con la que intentará influir ideológicamente en el público. Así, pues, la literatura, al socializarse, esto es, al profesionalizarse, comenzará a desarrollar una labor periodística a partir de un orden de ideas que en su generalización o difusión tenderá a instituir el mundo comunitario  de la opinión. Serán los comienzos del periodismo propiamente dicho. Y bien, en este clima de mutua participación en que cada uno es responsable de sus propias convicciones, el escritor irá adquiriendo un gran poder de influencia sobre los hombres de su tiempo, hasta el punto de modificar sus creencias o inclinar sus voluntades a favor de su función tanto liberadora como orientadora.

Ser “homme de lettres”, como se decía entonces, es ejercer, en fin, un status social. Tanto equivale su función a la de un magistrado, militar o eclesiástico. Pero el escritor ya no quiere ser sólo un mero servidor. En un sentido estricto, se siente un ideólogo más bien, un elegido, un destinado a iluminar o interpretar los designios de la historia, favorecer sus fines y encumbrar a los hombres con los dones de la fama. En consecuencia, ha de ser él quien con libertad pueda influir incluso ante el poder, no sólo como un igual, sino a veces como un espíritu superior a los propios gobernantes. Paul Hazard en su libro póstumo La pensée européenne au XVIII siècle, ha reconstruido este estado de conciencia del nuevo intelectual: “Un autor, —dice— ¿no es el igual de los que lo han dominado tanto tiempo? En ciertos aspectos, ¿no es superior a ellos? ¿No es él el que distribuye —viejo argumento, que no parece desgastado— los laureles que impiden morir a los hombres? ¿No es el representante del nuevo poder que se llama la ciencia? ¿No es un príncipe del espíritu? Que cambien, pues, los términos de su antigua alianza, que tenga a los grandes señores por lo que son la mayoría de las veces, ignorantes, malos jueces, que no tienen el triste honor de ser injustos con conocimiento de causa. Sólo a este precio adquirirá conciencia de su propio valor”. Detrás de esta postura intelectual se advierte la pujanza de las nuevas concepciones del mundo, que proceden principalmente de las ciencias naturales. En esto, las conquistas de la física de un Newton fueron decisivas y, aún más, consideradas como modelos para regir también las aspiraciones artísticas. Tal coincidencia, pues, entre los postulados del arte y de la ciencia, importa por sí misma una novedad de todo punto de vista revolucionaria. No es un simple acuerdo de opiniones. Es la consecuencia radical de un nuevo orden del ser. Esta relación descansa, como lo ha puesto de relieve Ernst Cassirer en su Filosofía de la Ilustración, “en la idea de que la naturaleza, en todas sus manifestaciones, se halla sometida a principios determinados, y así como la meta suprema del conocimiento consiste en alcanzar estos principios y en expresarlos con claridad y determinación, así también el arte, rival de la naturaleza, muestra la misma condición interna. Del mismo modo que hay leyes universales e inviolables de la naturaleza, habrá leyes del mismo tipo y de la misma dignidad para la ‘imitación de la naturaleza’”.

Se trata, como se ve, de una “cosmovisión” dominante que ya afecta todos los órdenes del espíritu. En ella se inserta, naturalmente, el “hombre de letras”, quien no tardará en conferirse todo el valor pedagógico que significa ser un intelectual. La confianza en la operatividad clasificadora del pensamiento tiende a ser casi absoluta. Se busca renovar  todos los métodos, se insiste en la transformación de los hábitos. Entretanto, la educación humanística, impartida en las escuelas, seguirá padeciendo el “vicio de la monasticidad”. El griego y el latín son allí sólo objetos de análisis gramaticales. En la práctica ya no se exprime el espíritu vivo de la Antigüedad. Tan sólo se pretende dotar a los individuos de adornos sentenciosos, desperdiciándose así la oportunidad de lograr ciudadanos activos e imaginativos. Únicamente los intelectuales, en gran parte autodidactos, cumplen con los ideales pedagógicos más auténticos. Son filósofos, librepensadores, que a la vez que informan y discuten, indican nuevos principios sobre la naturaleza del arte y de las bellas letras. Ellos, más que al pasado ilustre, miran al presente y, sobre todo, al porvenir. En este aspecto, proponen o disciernen diversos procedimientos o sistemas para reactualizar la función formativa de las letras, así se trate de los mismos autores clásicos. Una naciente ciencia de la literatura asoma al interés espontáneo de la investigación. Pero, con todo, a pesar de haber comenzado a definirse ya el espíritu del Siglo de las Luces —cuya vocación parece adecuarse perfectamente al lema kantiano, Sapere aude”—, el viejo remanente de la noción cristiana de la salvación seguirá todavía agitando la conciencia de las gentes. Y aun cuando la mentalidad burguesa se haya inclinado por el lado terrenalista o historicista de la vida humana, la creencia en la incompatibilidad de los dos mundos adquirirá muchas veces el carácter de una obsesión. En todo esto opera una razón existencial. En verdad, por más que se insistiera en la exclusividad de un mundo único, legislado por leyes mecánicas y favorables, la inveterada, trágica o secreta ambigüedad del ser humano, aguzada por la propia incerteza vital del hombre que muere progresivamente, no podrá acallar del todo, con tópicos racionales, la agitada visión introspectiva de cada cual. El sentido, pues, de una radical contradicción, incrustada en la existencia, no era sólo fuego en la ardiente retórica de los sermoneadores. El liberalismo no dejó de prever esta circunstancia. “Il s’agít de choisir”, dirá La Bruyère en sus Caractères: Des Esprits Forts. Y aun Montesquieu, con apasionamiento decisivo, seguirá insistiendo todavía, a propósito de los “dos mundos”, en una alternativa excluyente, ya que, a su juicio, “éste echa a perder al otro y el otro a éste. Dos son demasiado; hubiera debido haber sólo uno”.

Pero para el burgués la opción no fue una cuestión de importancia tan trascendental. Como ya hemos dicho, su decisión fue a la vez clara y prudente. Se vio a sí mismo como un ser adecuado a los negocios del mundo o, mejor aún, según expresa B. Groethuysen, como un hijo del mundo. Su adueñamiento paulatino de los poderes públicos, de las fuentes de la riqueza y de la producción, fue la consecuencia inevitable de esta determinación suya a vivir del mundo y para el mundo. En principio, la disputa dejó de tener para el burgués un carácter exclusivamente teológico; fue más bien una cuestión de derechos sociales, de reconocimiento al mejor predispuesto a las exigencias del trabajo, esto es, un problema de afincamiento en el orden de sus pertenencias. En esto se atuvo al mundo de las cosas prácticas, soslayando así la cuestión antropológica en su más radical proyección existencial o metafísica. Tipificó el carácter de lo humano y, aplicándose a la periclitada idea del “honnête homme”, no quiso ver más allá de su inmediatez, como si él estuviese viviendo en el mejor de los mundos posibles. Por eso la historia acabó siendo su propia ergástula y su propio tribunal condenatorio. En su Candide, Voltaire se mofó de esta especiosa aplicación burguesa del concepto leibniziano. Su acritud, sin embargo, no llegó a ocultar las grietas de su espíritu, “esos abismos insondables de desilusión y hastío”, que ha visto en él J. B. Priestley, y en los que terminara justamente por naufragar más tarde el intelectual del ciclo burgués. Pero esto en su momento se enmascaró en complacencias puramente formales. Así, tras el ornato del “gusto neoclásico”, distrajo su desabrimiento la época de la Ilustración. Porque si bien es cierto que hubo en ella, en cuanto al desarrollo de las ideas filosóficas  y científicas, un empuje descollante, también hubo una profunda incerteza al nivel de la vida refinada o intelectual. Ello se reflejó indirectamente en su sentido abigarrado del lujo, el cual literariamente se traduce en un estilo lleno de galanura y precisión, como debía corresponder a la necesidad de brillo adoptada por la aristocracia y que resulta tan perceptible en Voltaire como en D’Alembert o Marmontel. Pero en su tensión histórica este brillo neoclasicista no fue sólo el producto de un acatamiento a normas consagradas por la tradición de lo bello; fue la imposición de un temperamento menos aquiescente que dominante, el espíritu burgués, que deseoso de atemperar sus contradicciones y errores teológicos y existenciales, optaba por la apariencia de un mundo sin sobresalto, equilibrado y perfecto.



De Sosa López, Emilio, "El espíritu de las letras", Libro Tercero, ídem, Segunda parte: "El ingreso a la modernidad", Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, octubre 1995

Emilio Sosa López, manuscrito







jueves, 17 de mayo de 2012

Emilio Sosa López: Si el tiempo dejara de existir

Emilio Sosa López:  Si el Tiempo Dejara de Existir





Si el tiempo dejara de existir, si se evaporara de pronto como el perfume de una ropa (incluso de la fijación fetichista del que la olió con algún arrobo), si dejara de ser lo que corroe, enferma o envejece, es decir, ese flujo que determina toda realidad como una música callada (que alguien supuestamente tiene que oírla, porque si no carecería de sentido que fuera una música); si el tiempo, digo, dejara de ser, ¿cuánto me faltaría para cumplir mi condena? ¿Con qué patrón se mediría o verificaría el plazo de la pena que me impuso la Justicia? ¿Qué pasaría en fin con un preso como yo, que tiene que esperar todavía veintitrés años más de encierro?
Lo increíble es que esto acaba de ocurrir. A primera hora de la mañana apareció un guardián y me dijo: -Oiga, profesor, a usted que es medio ateo le va a interesar la noticia. (Me llaman ateo por lo inverosímil de mi crimen y, también, porque soy un intelectual; un ácrata para unos o un réprobo para otros.) En el mundo o el cosmos o el universo, como quiera llamarlo, se ha terminado el tiempo. No hay más tiempo. Parece ser que el universo que se expande ha llegado a su punto más extremo, ha cesado de expandirse. Así viene la noticia. Lo dicen todos los científicos y así figura en la primera plana de los periódicos. Están dando además informaciones constantes por la radio.
Conociendo mi temperamento reflexivo, se detiene un rato más. Y me pregunta con sorna: -¿Cuánto le dieron por matar tan inmotivadamente a aquel párroco? Su abogado alegó que estaba loco, pero el jurado comprobó su lucidez y plena conciencia al cometer el crimen, ya que usted mismo confesó que ese acto respondía a una necesidad muy profunda de su ánimo. Le dieron un veinticinco buenos años, ¿no? Pues bien, ¿qué se hará con usted ahora que ya no hay tiempo? ¿Quedará encerrado por toda la eternidad? ¿Cómo medirán de aquí en adelante su condena? Sólo los muertos están guardados para siempre. Pero para alguien que aún está vivo, ¿cómo procederá la humanidad de la Justicia? Porque todo lo que pase ahora es, según se lo dice, a perpetuidad...
El guardián que al comienzo parecía burlarse de mí se asemejaba ahora a un filósofo. -Qué curioso, ¿no? Jamás hubiese imaginado vivir a perpetuidad como los dioses. Todos nuestros actos son ya arquetípicos; parecen ser actos puros del pensamiento-. Y siguió andando con un aire cada vez más reflexivo para avisarle lo mismo al preso de al lado.
Me he quedado tirado en mi tarima, con las manos debajo de la cabeza. En verdad, ¿qué harán conmigo?, me pregunto. Repentinamente, con un ruido seco, todas las puertas de rejas de las celdas se descorren. -¡Salgan! -dicen por los altoparlantes-. No hay más tiempo. Las penas están de hecho conmutadas. ¡Están en libertad! Lo que no sabemos es si lo que está ocurriendo ahora sigue siendo la vida o somos ya meros espectros de una repentina fantasmagoría.
Así se expresaban los parlantes con la habitual y monótona voz con que antes nos imponían silencio y nos hacían andar en fila, detenernos, entrar a un mismo tiempo en las celdas, recomendando no escandalizar ni hacer el menor ruido posible, inclusive el de rezar aún en voz baja.
Al salir de mi celda para asegurarme sobre mi situación personal, pedí hablar con el encargado del pabellón. Un guardia que solía ser feroz en los castigos y procedía siempre a gritos y empellones, me quiso disuadir, hablándome casi como en un ruego: -Mire, profesor, el oficial está tan perplejo como usted. La orden viene de muy arriba, casi diría que del cielo. Sólo que a nosotros nos llega del Gobernador. Él mismo asegura que la orden viene directamente de Dios -que, según parece, ha vuelto a hablar como el viejo Jehová. Como nuestro país es tan estatista, esta información (apocalíptica) del fin de los tiempos, ha tenido que ser refrendada, para que nadie dude, por el Presidente de la Nación, sus ministros, autoridades del Congreso y miembros de la Suprema Corte de Justicia, junto con los Jefes de las tres Fuerzas Armadas y altos dignatarios de la Iglesia. En un decreto global se ha dispueso, por último, antes de disolverse el Gobierno, que "por mandato de Dios" (que en nuestra Constitución es "fuente de toda Razón y Justicia"), sean liberados los presos, cancelados todos los plazos o vencimientos de deudas que ya no las habrá más, pues el dinero ha dejado de tener valor. Nada vale nada, no rigen ni las fechas, los días, los meses ni los años. Tampoco se usarán más los nombres de los días. Se ha confirmado además que no habrá más muerte ni dolor. Nada cambiará en adelante. Todos los que murieron han sido resucitados y así, vivos, muertos y niños tienen de hecho la misma edad. Mundo colmado, es cierto, pero libre, sapientísimo, sin necesidad de diarios ni noticieros. Ni libros. El mal que los producía ha desaparecido al no operar más el tiempo. No habrá más babelismo. Hasta el hombre de Cro-Magnon hablará inglés, latín, hebreo o el idioma o dialecto que quiera. Todos lo entenderán. Podrá viajar incluso en avión o cohete a cualquier parte, como en un sueño. O con el pensamiento simplemente. En realidad, no existirá otra cosa que la ilusión del movimiento...
Y agregó tras un suspiro: -Se dice que debemos comenzar a habituarnos a vivir en la eternidad. -Pletórico de entusiasmo casi le grité: -¿Entonces quiere decir que se han confirmado aquellos versos de Rimbaud: "Elle est retrouvée! / Quoi? l'Éternité"?... -C'est vrai! -me respondió el perverso esbirro y se alejó.
Todavía estoy en el pasillo donde queda mi celda. Ya se han ido todos, algunos con mucha indecisión. El último preso con el que hablé, que estaba enfermo y casi paralítico por su reuma, me dijo: -Yo creo que no tiene sentido irse de aquí, si ni siquiera necesitamos alimentarnos. ¿Irnos, para qué? ¿Para aprender algo nuevo fuera? Ya lo sabemos todo por un triquitraque de la mente. Jamás hubiese imaginado que pudiera explicar con tal precisión la relatividad de Einstein o la teoría de los quanta de Planck. O defender de sus infinitos comentaristas las ideas de Platón. O saberme de memoria Descartes, Kant o Schopenhauer. ¡Qué claro me resulta hoy Hegel! Y eso que en mi vida no he sido más que un ratero. Tengo en mi mente toda la música de Bach, Mozart, Brahms o Schönberg. Y toda la literatura, desde Homero a Borges. Lo que siento es que no haya más historia del arte. Con todo esto, ¿para qué irme de aquí? Este será un solar vacío, ideal para reparar y repasar lo creado por el hombre. Sólo me iré hasta el patio de esta prisión, únicamente para recordar con cuánta dificultad me desentumecía cuando tenía reumatismo. Ya volveré a conversar con usted, aunque de qué vamos a hablar si ya sabemos todo de todo.
Parece que el tiempo era nuestra frustración. Nunca teníamos tiempo para nada, apenas si para algún estallido de la pasión o de nuestras furias. Pero también parece que sin el tiempo ya hemos dejado de ser totalmente hombres, es decir, hombres mortales, viciosos, pendencieros, rufianes, mentirosos, delatores o perseguidores, guardianes, ajusticiadores, terroristas, prestamistas o torturadores. ¿Qué haremos ahora, salvo pasearnos como espectros sapientísimos, en la pululación de esta ya invariable alegoría que ni siquiera Dante hubiera osado imaginar? Porque no puedo creer que el reino de Dios resulte al final tan tedioso como lo pintan las actuales circunstancias.

(De Cuentos para una época incrédula, Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, 1994)

EMILIO SOSA LOPEZ: Tres Cuentos



EMILIO   SOSA   LÓPEZ:   Tres   Cuentos








 Estoy en el centro del universo




         Estoy en el centro del universo —ya que todo punto en el universo es centro. Soy una ameba y pienso en el espacio interestelar y, también, en el origen o creación del universo. Se dice que la materia flotante se congeló, se contrajo hasta conformar un solo átomo, apretado a sí. Por su extrema cohesión o pasión interior (o amor tal vez) estalló. Produjo un originario e infernal caos. Y así comenzó la expansión del universo. Esto lo sabe ya todo el mundo. Se sabe además que la materia volverá a enfriarse, a perder energía y a contraerse, para estallar luego en otro arrebato de amor. Diástole y sístole del universo, corazón palpitante, etc., etc…
         Pero hoy pienso en el espacio vacío —ese ámbito de inducción, como lo llaman algunos cosmólogos. Es decir, pienso en ese escenario (previo y hueco) por donde el universo se ha expandido. Que no tenga límites, me abruma. Pero tampoco tiene límites el espacio virtual o irreal que generan dos espejos contrapuestos. Por ahora voy a dejar de lado la posible pregunta, aplicada al cosmos, de quién colocó en ese caso los espejos. Prefiero ir más allá, ir directamente a Dios en tanto que es el creador y sostén del universo (como nos han enseñado). El, como contemplador de su obra, es el verdadero espejo del universo, en el que incluso se contempla a sí mismo como inteligencia pura, siendo y no siendo a la vez lo creado.
         Dios es sin duda más que todo eso, pues en sí mismo es también lo increado, lo que no ha sido creado (que, por cierto, no debe confundirse con esa idea de la nada que nunca fue ni será). Justamente por el hecho de ser es, respecto del universo, su glorificación frente a la nada. Ahora bien, esta supuesta nada es el espacio vacío del que hablo, anterior a todo lo creado, espacio sin fin, frente al cual Dios mismo es algo y, como tal, de algún modo limitado. Esto no quiere decir que en sí mismo no sea ilimitado e infinito. Hoy incluso se habla en matemáticas de un infinito finito. Pero para reconfortar a los que aún tienen fe, diré que Dios existe y ha existido siempre por sí mismo, que es eterno y que es lo único que está creativamente frente a la nada, determinando, modelando su cosmos, haciéndolo estallar de amor y, más que todo eso, soñándolo. Tan perfecto es que hasta la nada opera ante él como un espejo del cosmos. En esa nada precisamente Dios sueña el universo.
         Tenemos tres postulados entonces: Dios, el universo y la nada. Así, cualquier cosa que digamos puede resultar posible o cierta. Por ejemplo, que el universo es materia del sueño de Dios. O dicho de otro modo: es materia de sueño —para lo cual ya ni siquiera es necesario que el propio Dios exista. En la supuesta fantasmagoría de lo posible basta con decir que todo es un mundo de espejismos, figuraciones de sombras o sueño de nadie.
         En realidad, para la miseria que somos es casi un privilegio decir que somos materia o sustancia del sueño. Al efecto, véase lo que es el tiempo: un devenir que nos deja atrás —y que corre a su fin, o sea el fin de la expresión del cosmos. En el punto último de la inmovilidad del universo todo comenzará a retrotraerse en un puro no ser. Verdadero sueño de nadie que retorna a su origen, desmontando sus hierros y edificios que por un instante se levantarán del polvo; resplandores y brillos que rielan al revés y se embisten como espadas, galaxias que se borran, agujeros negros que desaparecen igual que esta gelatina excrementicia en la que me muevo.
         ¿Hasta dónde llevaré mi reflexión? Para divertirlos como un profesor de filosofía diré que todo es ilusión, un mero velo, que nunca hubo suceso ni proceso. Nada podemos conocer, todo es inconsistente. Realmente, como se dice en los velorios, no somos nada. Sin embargo, aquí estoy y lo peor, pensando. Pues bien, para empezar de nuevo quitemos los espejos —incluso los del sueño que provocan espejismos y que ahora sabemos que pone la mente. ¿Y qué será entretanto esto que llamamos mente? Quitemos el universo. Quitemos también a Dios. ¿Pero cómo podríamos descartar el espacio vacío —por el que se ha expandido el universo? ¿Cómo descartar lo que es la nada misma? Porque la verdad es que el pensamiento no puede tampoco concebir un espacio sin fin, vacío de todo en sus extremos y que además no acaba nunca. Todo esto es una irracionalidad, ya que Dios mismo ¿qué podría hacer en esa inconmensurabilidad salvo perderse en ella?
         Hoy es Lunes, mañana Martes. Hoy rezo, me alimento, orino —o segrego un líquido corrosivo. Me subdivido y dejo de ser yo mismo en cuanto doy lugar a dos individuos distintos de mí. Me persuado de que tal acto de mitosis es un acto de amor, en tanto me consuela saber que alguna vez, cuando el universo se contraiga nuevamente, volveré a ser yo mismo. ¡Un ser fantasmal en el centro de la nada!
         Se lo diré o escribiré a mi amada que está a punto de dividirse. Ella sabe cuánto la amo y cuán juntos estaremos o volveremos a estar, cuando regresemos al Uno. Quietud absoluta, centro de la felicidad. De paso, no oculto que el universo me divierte, en este ir y venir de sí mismo a sí mismo. Lo importante sin embargo es ese instante en que no se distingue ya el ser del morir, en el que no hay precisamente el morir, ese instante previo al Big Bang. Pero aún allí, ¿qué hago con esta reflexión latente, qué hago con el espacio vacío? ¿Alguien me resolverá esta cuestión?




 


 

Reunión en un cementerio de pobres




         En una de las tantas huelgas de empleados municipales*, el viejo cementerio de pobres quedó sin sepultureros y como la gente, pese al paro**, seguía muriendo lo mismo, los cajones de muertos que llegaban se iban apilando en un galpón de la entrada principal. Desde lejos los vecinos empezaron a oler los vahos de putrefacción que invadían los aires. Insoportable era, por supuesto, el hedor que tenían que soportar los integrantes de los cortejos fúnebres que venían a enterrar a sus seres queridos. Con pañuelos de diversos colores se tapaban las narices y salían al final poco menos que corriendo. ¡Adiós esposo o esposa, hermana o primo!, decían mentalmente mientras se alejaban a toda prisa. Ya nos veremos en el Día del Juicio, callaban socarronamente los que a falta de fe todavía jugaban con preceptos aprendidos en la infancia.
         Los cajones se acumulaban. Debieran levantar la huelga así no mueren tantos, comentó un irracional. El montículo crecía y una noche los cajones de arriba, tan mal apilados, se vinieron abajo. Como esas cajas mortuorias, de pobre calidad, no tenían muy bien tomadas las junturas y algunas de ellas hasta carecían de esas chapas de cinc que sellan el cadáver, se rajaron o abrieron. Así un brazo de muerto quedó fuera, convalidando una de las tantas muestras de la desidia y el horror a que llevaba el paro. El brazo permaneció largo rato como expresión de lo macabro. Pero luego, asombrosamente, comenzó a moverse. Primero palpó el exterior del cajón y después, recobrando su propia habilidad, comenzó a forzar la abertura hasta que el muerto sacó la cabeza, con esa curiosidad que se supone en un resucitado. Finalmente pudo salir entero de su encierro.
         Muy poco es lo que sabemos del comportamiento de los resucitados. Todo lo volcamos al mundo de los vivos. Así la historia, las leyes, los subsidios. A los muertos únicamente les dejamos los homenajes, sobre todo cuando presumimos que están bien muertos. Pero de los resucitados nadie habla por las dudas. El más famoso de ellos —se diría el único del que se conoce algo—, es, como lo reconoce todo el mundo, Lázaro. El Evangelio de San Juan lo muestra, después de volver de la que debió ser su última morada, sentado a la mesa. Pero no se dice mucho más, aunque cabe sospechar que debió vivir su corta vida de resucitado en constante sobresalto y angustia, ya que los principales sacerdotes judíos acordaron darle muerte tan pronto como pudieran, como a Jesús, para evitar las múltiples conversiones que producía la noticia de su resurrección. Los datos posteriores sobre Lázaro se borran y es muy difícil comprobar si alguna vez se le rindió culto o fue objeto de una sincera devoción.
         Nuestro muerto se puso de pie y miró a su alrededor. Vio moverse otros miembros que salían de aquellos cajones desvencijados. Ayudó a salir a varios y actuando ya en conjunto la tarea de la liberación se hizo bien rápido. Y los ataúdes que aún permanecían herméticos o intactos, fueron rotos y sus muertos se incorporaron entre jaculatorias, llantos de agradecimientos y otras manifestaciones litúrgicas que recordaban a esas murgas de la danza de la muerte que todos han visto en los carnavales.
         Pero cuando se planteó el problema de regresar a sus hogares, uno de aquellos resucitados —que por su modo de hablar o demandar atención demostraba haber sido un dirigente gremial—, les exigió que recapacitaran y volvieran al uso de la razón —¡oh razón vital que curas los desatinos del mundo! Propuso que se realizara allí mismo una asamblea y se decidiera qué debía hacerse, ya que si volvían tantos muertos a sus casas se iba a pensar que ya estábamos en el Juicio Final, cuando en realidad no había más que un paro municipal, aparte de que son muy pocos los que en realidad quieren ser juzgados en esta época. ¿Y qué haremos?, preguntó abismado uno de los resucitados. La solución provino del propio dirigente.
         Miren, les dijo, nos iremos a vivir a una villa miseria que levantaremos nosotros mismos. Allí no se nos molestará ni nos tomarán en cuenta. A lo sumo nos echarán del lugar y nos trasladaremos a otro. Por lo que veo hay entre nosotros hombres de diversas fachas; hay algunos muchachotes y unas cuantas mujeres que ya no se sabe qué edades tienen. Parecemos perfectamente los seres habituales de la miseria, sin identidad, flacos, medio enclenques y desgarbados. Felizmente conservamos las huellas que nos dejaron la enfermedad y la muerte. Estos serán nuestros mejores distintivos de clase. Seremos villeros. O más aún, seremos como los intocables de la India, gritó desde el fondo uno que debía ser un erudito.
         Con aplicación se construyó la villa, lo más lejos posible de otra que ya estaba asentada, seguros de que nadie se fijaría en ella. Con las propias maderas de los cajones levantaron precarias viviendas. Tal conglomerado, aunque se asemejaba al hacinamiento y la promiscuidad, no tenía nada de ominoso. Se trataba de una comunidad de seres que habían dejado de lado toda crispación y que sin llegar a entender cabalmente la vida que hacían se afanaban por permanecer juntos.
         Cuando se levantó la huelga y volvieron los sepultureros, con los demás administrativos y peones de ese cementerio de pobres, nadie pudo explicarse la desaparición de tantos cajones de muertos y de tantos cadáveres. Lo curioso es que incluso el olor pestilente había desaparecido. Por prudencia, los dos únicos diarios de la ciudad se abstuvieron de dar la noticia, a fin de no provocar alarmas ni desbordes sentimentales. A los deudos se les dijo que dado el estado de descomposición que presentaban algunos ataúdes, los habían incinerado a todos para evitar males mayores. La policía elevó el caso al juez correspondiente quien, desde entonces —y por sugerencia quizá del arzobispado—, se ampara estratégicamente en el secreto del sumario, dejando así pasar la cosa. En cuanto al intendente***, no quiere ni oír hablar del tema y rehusa todo comentario por temor de que algún concejal de su partido haya sido el que comerció las maderas de los féretros.



Notas del Editor sobre ciertas palabras de uso en Argentina, pero no con igual significado que en otros países de habla hispánica:
(*) El “municipio” es el “ayuntamiento”, también “alcaldía”
(**) “Paro” es igual que “huelga”
(***) El “intendente” es el “alcalde”

  





 
Me extasío contemplando la obra humana




          Me extasío contemplando la obra humana. Aunque nací en un albañal y me alimenté de grasas y residuos fermentados junto a aguas servidas o cloacales, poseo un oído muy fino y, sobre todo, un superior instinto de supervivencia. Pertenezco a la especie que sucederá al hombre. Sus grandes ciudades, abatidas al final por la peste, la rabia, la fiebre amarilla, aparte del sida que diezmará a la humanidad, sus ciudades, digo, serán nuestras formidables fortalezas y treparemos por sus murallas y paredes cuando el moho u otra floración las haya cubierto totalmente. Es también posible que nosotros perezcamos en ellas, corrompidos por una falta de lucha por la vida, que es la ley del progreso y la evolución. Reventaremos quizá de tuberculosis como los desaprensivos osos de las cavernas. Pero hasta tanto no nos agrandemos como gatos, no hay peligros de extinción.
         ¡Los hombres! Ah, cómo los admiro. Pudieron haber seguido siendo, como los primitivos, seres paradisíacos, pero se desviaron hacia la civilización de la técnica y la máquina. Y nosotros los hemos acompañado al amparo de las sombras. ¿Pero cómo detener la fiebre del conocimiento, el ansia misma de someter, la necesidad de las guerras y últimamente la experiencia de la drogadicción que los zambulle en los oleajes del inconsciente? A falta de drogas tenemos la fornicación que debilita y nos provoca estados de alucinación. Por lo demás, de tanto roer cortezas, cáscaras y otras vegetaciones resistentes, hemos desarrollado unos dientes que si no los desgastamos en un constante triturar, crecen hasta convertirse en verdaderos alfanjes asesinos que acaban hundiéndose en nuestro abdomen o zona ventral. Esto demuestra la falta de imaginación en sortear los excesos de la voracidad de nuestros ancestros y su sujeción al acoplamiento como a una droga. Con algo de curiosidad por las ideas pudieron avanzar un poco más en nuestra escala zoológica, afinando la función digestiva, reduciendo la actividad reproductiva y orientando el sentido de nuestro olfato a algo más allá de la pestilencia y la rarefacción.
         Pero, con todo, ya casi nos hemos adueñado de las ciudades. Por encima de nosotros está el mundo contaminado por los gases que desprenden los motores a explosión, usinas y fábricas; ellos forman pesadas capas de un aire inmóvil que acrecentará su efecto de invernadero. Los hombres están enfermos y locos, y manejan sus vehículos con sus mentes paralizadas. Trabajan a horario en tareas inútiles como son los papeleos y las compilaciones de planillas que a nosotros nos encanta destruir, ya que los papeles, apretados o no, configuran la materia más recomendable para desgastar el crecimiento de nuestros dientes. Pero así como los papeles valen para nosotros por su aparente resistencia, para ellos cuentan por los datos que contienen. La mente humana tiende a la abstracción, se maneja con cifras que al final se computan y generan nuevos resultados o exigencias, muchas de las cuales ya no tienen asidero en lo inmediato, pero que exigen cambios en las previsionesde la especie. He aquí como burocratizan sus vidas.
         El vivir queda suplantado por la programación de actos que impone la estadística. El hombre aguarda entonces el dictamen de sus computadoras. Entretanto sus funciones vitales decrecen. El cuerpo demanda entonces una salud absoluta que es ficticia, pues viviendo nunca uno está sano. ¡Miren que lo dice una rata que por siglos ha sido el agente vector de epidemias terribles que asolaron tantas ciudades del mundo! No, la ilusión de una salud perfecta es una fantasía. Sólo los dioses están sanos porque son inmortales. Y por eso justamente son perversos. Esta perversidad ha terminado por envilecerlos a los mortales en el afán de imitarlos. ¡Imitar seres irreales! ¿Qué signo de perfectibilidad es éste?
         Sin embargo, yo los admiro. Queriendo ser eternos han ingresado en la terribilidad de la muerte. En el futuro habrá mujeres centenarias que parecerán adolescentes, hombres que pasearán sus gráciles figuras bajo la comba de cristal de sus ciudades herméticas. Los niños serán de probetas y el placer habrá huido de sus carnes. Nuevas drogas les permitirán volar a la esfera de las matemáticas. Pero nosotros estaremos fuera, entre los residuos, bajo espesas nubes de smog, en días grisáceos u oscuros como estos recovecos o laberintos por donde nos movemos. Ya estaremos en posesión de la tierra, sin inteferir con otras especies supervivientes como las cucarachas y las hormigas. Pero seguiremos observando a esas figuras esbeltas que se deslizan por pasillos o calles iluminadas permanentemente. Sus ciudades serán ya laboratorios, en tanto que afuera una vegetación degenerada las irá cubriendo como una lluvia de mercurio. Lo que admiro del hombre es su inocencia ante el mal.
         Pero no somos musarañas a quienes nos domine la prisa. Nuestro instinto no nos arrastra a ninguna civilización. Somos animales de adaptación del mismo modo como somos escurridizos o asustadizos. Esta cualidad nos viene del exceso de fornicación. Comemos, roemos y nos acoplamos, nuestra línea de vida, nuestra cadena inmemorial. Nuestras crías nacen voraces y a poco son adultas, astutas, medrosas y chillonas. Cuando avanzamos para tomar posiciones nos movemos en tropel, lentamente como la lava. Pero en nuestra supervivencia carecemos de fines concretos, como no sea devorar y fornicar. Nuestras hembras ya no tienen ni siquiera conciencia de que paren constantemente. Y yo a veces pienso, viéndolo al hombre como un ser intermedio entre lo terreno y lo divino (oh sus dioses falsos), a qué eslabón perteneceremos nosotros, o en qué medida seremos necesarios para algo superior, si es que realmente existe en el plan de la creación un fin que justifique todo esto.



Fuente: Sosa López, Emilio, Cuentos para una época incrédula, Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, 1994, edición bajo el cuidado y la dirección de Sara Cameron de Sosa López y Martín Sosa Cameron  


viernes, 2 de marzo de 2012

Lino E. Spilimbergo, retrato de Emilio Sosa López (1950)

Lawrence Durrell traduce a Emilio Sosa López


Emilio Sosa López traducido por Lawrence Durrell




LOVE-LETTER


Like the forest silences I write at midnight
Repeating aloud the written, the uncertain
That which is forbidden to understand or feel,
Words which compel me to the utmost decisions,
To congratulations, sorrows and mistakes,
To stubborn moments that gather in their depths

A queer sense of waiting and of sudden dead.
I write at midnight like a sea evaporating,
Leaving a white tract of salt and bitterness,
Feeling already foreign to the passion that seduces me,
To the day that pierces me with its hug cries,
Or by mistake, like a cloud outpouring
The time’s annoyance, bending towards shadows
Or a slow “Goodbye” that falls like a dry leaf.




SISTEM AND PILGRIMAGE


Often I return among the imploring voices
Falling into the abyss of empty nightfalls
The solitudes, the place where love rejoices,
Where flowers glitter and where fountains answer
With the joy of the same deep power
Of suffering and being, of redeeming and to know
The soul’s wholeness concentrated in words
And also among the joyful voices of love,
Asserting with the drive of lovesick waves
The moments curving on the thirst for loving
That is to cry and turn and in the end regain
The time of grace between the tear and darkness
Near the place or term where voices grow calm
Where the earth stops talking lige unuttered
Voice which forgets the bonds, creating without words
A song without beginnings still greater than silence,
Like some pilgrimage through another body,
Another voice, another dream as memory never is.




La Traducción Literaria (ensayo) con una Antología del Poema Traducido, Lysandro Z. D. Galtier, Tomo III, ECA, Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Educación y Justicia de la Nación, Subsecretaría de Cultura, Buenos Aires, Argentina, 1965