jueves, 17 de mayo de 2012

EMILIO SOSA LOPEZ: Tres Cuentos



EMILIO   SOSA   LÓPEZ:   Tres   Cuentos








 Estoy en el centro del universo




         Estoy en el centro del universo —ya que todo punto en el universo es centro. Soy una ameba y pienso en el espacio interestelar y, también, en el origen o creación del universo. Se dice que la materia flotante se congeló, se contrajo hasta conformar un solo átomo, apretado a sí. Por su extrema cohesión o pasión interior (o amor tal vez) estalló. Produjo un originario e infernal caos. Y así comenzó la expansión del universo. Esto lo sabe ya todo el mundo. Se sabe además que la materia volverá a enfriarse, a perder energía y a contraerse, para estallar luego en otro arrebato de amor. Diástole y sístole del universo, corazón palpitante, etc., etc…
         Pero hoy pienso en el espacio vacío —ese ámbito de inducción, como lo llaman algunos cosmólogos. Es decir, pienso en ese escenario (previo y hueco) por donde el universo se ha expandido. Que no tenga límites, me abruma. Pero tampoco tiene límites el espacio virtual o irreal que generan dos espejos contrapuestos. Por ahora voy a dejar de lado la posible pregunta, aplicada al cosmos, de quién colocó en ese caso los espejos. Prefiero ir más allá, ir directamente a Dios en tanto que es el creador y sostén del universo (como nos han enseñado). El, como contemplador de su obra, es el verdadero espejo del universo, en el que incluso se contempla a sí mismo como inteligencia pura, siendo y no siendo a la vez lo creado.
         Dios es sin duda más que todo eso, pues en sí mismo es también lo increado, lo que no ha sido creado (que, por cierto, no debe confundirse con esa idea de la nada que nunca fue ni será). Justamente por el hecho de ser es, respecto del universo, su glorificación frente a la nada. Ahora bien, esta supuesta nada es el espacio vacío del que hablo, anterior a todo lo creado, espacio sin fin, frente al cual Dios mismo es algo y, como tal, de algún modo limitado. Esto no quiere decir que en sí mismo no sea ilimitado e infinito. Hoy incluso se habla en matemáticas de un infinito finito. Pero para reconfortar a los que aún tienen fe, diré que Dios existe y ha existido siempre por sí mismo, que es eterno y que es lo único que está creativamente frente a la nada, determinando, modelando su cosmos, haciéndolo estallar de amor y, más que todo eso, soñándolo. Tan perfecto es que hasta la nada opera ante él como un espejo del cosmos. En esa nada precisamente Dios sueña el universo.
         Tenemos tres postulados entonces: Dios, el universo y la nada. Así, cualquier cosa que digamos puede resultar posible o cierta. Por ejemplo, que el universo es materia del sueño de Dios. O dicho de otro modo: es materia de sueño —para lo cual ya ni siquiera es necesario que el propio Dios exista. En la supuesta fantasmagoría de lo posible basta con decir que todo es un mundo de espejismos, figuraciones de sombras o sueño de nadie.
         En realidad, para la miseria que somos es casi un privilegio decir que somos materia o sustancia del sueño. Al efecto, véase lo que es el tiempo: un devenir que nos deja atrás —y que corre a su fin, o sea el fin de la expresión del cosmos. En el punto último de la inmovilidad del universo todo comenzará a retrotraerse en un puro no ser. Verdadero sueño de nadie que retorna a su origen, desmontando sus hierros y edificios que por un instante se levantarán del polvo; resplandores y brillos que rielan al revés y se embisten como espadas, galaxias que se borran, agujeros negros que desaparecen igual que esta gelatina excrementicia en la que me muevo.
         ¿Hasta dónde llevaré mi reflexión? Para divertirlos como un profesor de filosofía diré que todo es ilusión, un mero velo, que nunca hubo suceso ni proceso. Nada podemos conocer, todo es inconsistente. Realmente, como se dice en los velorios, no somos nada. Sin embargo, aquí estoy y lo peor, pensando. Pues bien, para empezar de nuevo quitemos los espejos —incluso los del sueño que provocan espejismos y que ahora sabemos que pone la mente. ¿Y qué será entretanto esto que llamamos mente? Quitemos el universo. Quitemos también a Dios. ¿Pero cómo podríamos descartar el espacio vacío —por el que se ha expandido el universo? ¿Cómo descartar lo que es la nada misma? Porque la verdad es que el pensamiento no puede tampoco concebir un espacio sin fin, vacío de todo en sus extremos y que además no acaba nunca. Todo esto es una irracionalidad, ya que Dios mismo ¿qué podría hacer en esa inconmensurabilidad salvo perderse en ella?
         Hoy es Lunes, mañana Martes. Hoy rezo, me alimento, orino —o segrego un líquido corrosivo. Me subdivido y dejo de ser yo mismo en cuanto doy lugar a dos individuos distintos de mí. Me persuado de que tal acto de mitosis es un acto de amor, en tanto me consuela saber que alguna vez, cuando el universo se contraiga nuevamente, volveré a ser yo mismo. ¡Un ser fantasmal en el centro de la nada!
         Se lo diré o escribiré a mi amada que está a punto de dividirse. Ella sabe cuánto la amo y cuán juntos estaremos o volveremos a estar, cuando regresemos al Uno. Quietud absoluta, centro de la felicidad. De paso, no oculto que el universo me divierte, en este ir y venir de sí mismo a sí mismo. Lo importante sin embargo es ese instante en que no se distingue ya el ser del morir, en el que no hay precisamente el morir, ese instante previo al Big Bang. Pero aún allí, ¿qué hago con esta reflexión latente, qué hago con el espacio vacío? ¿Alguien me resolverá esta cuestión?




 


 

Reunión en un cementerio de pobres




         En una de las tantas huelgas de empleados municipales*, el viejo cementerio de pobres quedó sin sepultureros y como la gente, pese al paro**, seguía muriendo lo mismo, los cajones de muertos que llegaban se iban apilando en un galpón de la entrada principal. Desde lejos los vecinos empezaron a oler los vahos de putrefacción que invadían los aires. Insoportable era, por supuesto, el hedor que tenían que soportar los integrantes de los cortejos fúnebres que venían a enterrar a sus seres queridos. Con pañuelos de diversos colores se tapaban las narices y salían al final poco menos que corriendo. ¡Adiós esposo o esposa, hermana o primo!, decían mentalmente mientras se alejaban a toda prisa. Ya nos veremos en el Día del Juicio, callaban socarronamente los que a falta de fe todavía jugaban con preceptos aprendidos en la infancia.
         Los cajones se acumulaban. Debieran levantar la huelga así no mueren tantos, comentó un irracional. El montículo crecía y una noche los cajones de arriba, tan mal apilados, se vinieron abajo. Como esas cajas mortuorias, de pobre calidad, no tenían muy bien tomadas las junturas y algunas de ellas hasta carecían de esas chapas de cinc que sellan el cadáver, se rajaron o abrieron. Así un brazo de muerto quedó fuera, convalidando una de las tantas muestras de la desidia y el horror a que llevaba el paro. El brazo permaneció largo rato como expresión de lo macabro. Pero luego, asombrosamente, comenzó a moverse. Primero palpó el exterior del cajón y después, recobrando su propia habilidad, comenzó a forzar la abertura hasta que el muerto sacó la cabeza, con esa curiosidad que se supone en un resucitado. Finalmente pudo salir entero de su encierro.
         Muy poco es lo que sabemos del comportamiento de los resucitados. Todo lo volcamos al mundo de los vivos. Así la historia, las leyes, los subsidios. A los muertos únicamente les dejamos los homenajes, sobre todo cuando presumimos que están bien muertos. Pero de los resucitados nadie habla por las dudas. El más famoso de ellos —se diría el único del que se conoce algo—, es, como lo reconoce todo el mundo, Lázaro. El Evangelio de San Juan lo muestra, después de volver de la que debió ser su última morada, sentado a la mesa. Pero no se dice mucho más, aunque cabe sospechar que debió vivir su corta vida de resucitado en constante sobresalto y angustia, ya que los principales sacerdotes judíos acordaron darle muerte tan pronto como pudieran, como a Jesús, para evitar las múltiples conversiones que producía la noticia de su resurrección. Los datos posteriores sobre Lázaro se borran y es muy difícil comprobar si alguna vez se le rindió culto o fue objeto de una sincera devoción.
         Nuestro muerto se puso de pie y miró a su alrededor. Vio moverse otros miembros que salían de aquellos cajones desvencijados. Ayudó a salir a varios y actuando ya en conjunto la tarea de la liberación se hizo bien rápido. Y los ataúdes que aún permanecían herméticos o intactos, fueron rotos y sus muertos se incorporaron entre jaculatorias, llantos de agradecimientos y otras manifestaciones litúrgicas que recordaban a esas murgas de la danza de la muerte que todos han visto en los carnavales.
         Pero cuando se planteó el problema de regresar a sus hogares, uno de aquellos resucitados —que por su modo de hablar o demandar atención demostraba haber sido un dirigente gremial—, les exigió que recapacitaran y volvieran al uso de la razón —¡oh razón vital que curas los desatinos del mundo! Propuso que se realizara allí mismo una asamblea y se decidiera qué debía hacerse, ya que si volvían tantos muertos a sus casas se iba a pensar que ya estábamos en el Juicio Final, cuando en realidad no había más que un paro municipal, aparte de que son muy pocos los que en realidad quieren ser juzgados en esta época. ¿Y qué haremos?, preguntó abismado uno de los resucitados. La solución provino del propio dirigente.
         Miren, les dijo, nos iremos a vivir a una villa miseria que levantaremos nosotros mismos. Allí no se nos molestará ni nos tomarán en cuenta. A lo sumo nos echarán del lugar y nos trasladaremos a otro. Por lo que veo hay entre nosotros hombres de diversas fachas; hay algunos muchachotes y unas cuantas mujeres que ya no se sabe qué edades tienen. Parecemos perfectamente los seres habituales de la miseria, sin identidad, flacos, medio enclenques y desgarbados. Felizmente conservamos las huellas que nos dejaron la enfermedad y la muerte. Estos serán nuestros mejores distintivos de clase. Seremos villeros. O más aún, seremos como los intocables de la India, gritó desde el fondo uno que debía ser un erudito.
         Con aplicación se construyó la villa, lo más lejos posible de otra que ya estaba asentada, seguros de que nadie se fijaría en ella. Con las propias maderas de los cajones levantaron precarias viviendas. Tal conglomerado, aunque se asemejaba al hacinamiento y la promiscuidad, no tenía nada de ominoso. Se trataba de una comunidad de seres que habían dejado de lado toda crispación y que sin llegar a entender cabalmente la vida que hacían se afanaban por permanecer juntos.
         Cuando se levantó la huelga y volvieron los sepultureros, con los demás administrativos y peones de ese cementerio de pobres, nadie pudo explicarse la desaparición de tantos cajones de muertos y de tantos cadáveres. Lo curioso es que incluso el olor pestilente había desaparecido. Por prudencia, los dos únicos diarios de la ciudad se abstuvieron de dar la noticia, a fin de no provocar alarmas ni desbordes sentimentales. A los deudos se les dijo que dado el estado de descomposición que presentaban algunos ataúdes, los habían incinerado a todos para evitar males mayores. La policía elevó el caso al juez correspondiente quien, desde entonces —y por sugerencia quizá del arzobispado—, se ampara estratégicamente en el secreto del sumario, dejando así pasar la cosa. En cuanto al intendente***, no quiere ni oír hablar del tema y rehusa todo comentario por temor de que algún concejal de su partido haya sido el que comerció las maderas de los féretros.



Notas del Editor sobre ciertas palabras de uso en Argentina, pero no con igual significado que en otros países de habla hispánica:
(*) El “municipio” es el “ayuntamiento”, también “alcaldía”
(**) “Paro” es igual que “huelga”
(***) El “intendente” es el “alcalde”

  





 
Me extasío contemplando la obra humana




          Me extasío contemplando la obra humana. Aunque nací en un albañal y me alimenté de grasas y residuos fermentados junto a aguas servidas o cloacales, poseo un oído muy fino y, sobre todo, un superior instinto de supervivencia. Pertenezco a la especie que sucederá al hombre. Sus grandes ciudades, abatidas al final por la peste, la rabia, la fiebre amarilla, aparte del sida que diezmará a la humanidad, sus ciudades, digo, serán nuestras formidables fortalezas y treparemos por sus murallas y paredes cuando el moho u otra floración las haya cubierto totalmente. Es también posible que nosotros perezcamos en ellas, corrompidos por una falta de lucha por la vida, que es la ley del progreso y la evolución. Reventaremos quizá de tuberculosis como los desaprensivos osos de las cavernas. Pero hasta tanto no nos agrandemos como gatos, no hay peligros de extinción.
         ¡Los hombres! Ah, cómo los admiro. Pudieron haber seguido siendo, como los primitivos, seres paradisíacos, pero se desviaron hacia la civilización de la técnica y la máquina. Y nosotros los hemos acompañado al amparo de las sombras. ¿Pero cómo detener la fiebre del conocimiento, el ansia misma de someter, la necesidad de las guerras y últimamente la experiencia de la drogadicción que los zambulle en los oleajes del inconsciente? A falta de drogas tenemos la fornicación que debilita y nos provoca estados de alucinación. Por lo demás, de tanto roer cortezas, cáscaras y otras vegetaciones resistentes, hemos desarrollado unos dientes que si no los desgastamos en un constante triturar, crecen hasta convertirse en verdaderos alfanjes asesinos que acaban hundiéndose en nuestro abdomen o zona ventral. Esto demuestra la falta de imaginación en sortear los excesos de la voracidad de nuestros ancestros y su sujeción al acoplamiento como a una droga. Con algo de curiosidad por las ideas pudieron avanzar un poco más en nuestra escala zoológica, afinando la función digestiva, reduciendo la actividad reproductiva y orientando el sentido de nuestro olfato a algo más allá de la pestilencia y la rarefacción.
         Pero, con todo, ya casi nos hemos adueñado de las ciudades. Por encima de nosotros está el mundo contaminado por los gases que desprenden los motores a explosión, usinas y fábricas; ellos forman pesadas capas de un aire inmóvil que acrecentará su efecto de invernadero. Los hombres están enfermos y locos, y manejan sus vehículos con sus mentes paralizadas. Trabajan a horario en tareas inútiles como son los papeleos y las compilaciones de planillas que a nosotros nos encanta destruir, ya que los papeles, apretados o no, configuran la materia más recomendable para desgastar el crecimiento de nuestros dientes. Pero así como los papeles valen para nosotros por su aparente resistencia, para ellos cuentan por los datos que contienen. La mente humana tiende a la abstracción, se maneja con cifras que al final se computan y generan nuevos resultados o exigencias, muchas de las cuales ya no tienen asidero en lo inmediato, pero que exigen cambios en las previsionesde la especie. He aquí como burocratizan sus vidas.
         El vivir queda suplantado por la programación de actos que impone la estadística. El hombre aguarda entonces el dictamen de sus computadoras. Entretanto sus funciones vitales decrecen. El cuerpo demanda entonces una salud absoluta que es ficticia, pues viviendo nunca uno está sano. ¡Miren que lo dice una rata que por siglos ha sido el agente vector de epidemias terribles que asolaron tantas ciudades del mundo! No, la ilusión de una salud perfecta es una fantasía. Sólo los dioses están sanos porque son inmortales. Y por eso justamente son perversos. Esta perversidad ha terminado por envilecerlos a los mortales en el afán de imitarlos. ¡Imitar seres irreales! ¿Qué signo de perfectibilidad es éste?
         Sin embargo, yo los admiro. Queriendo ser eternos han ingresado en la terribilidad de la muerte. En el futuro habrá mujeres centenarias que parecerán adolescentes, hombres que pasearán sus gráciles figuras bajo la comba de cristal de sus ciudades herméticas. Los niños serán de probetas y el placer habrá huido de sus carnes. Nuevas drogas les permitirán volar a la esfera de las matemáticas. Pero nosotros estaremos fuera, entre los residuos, bajo espesas nubes de smog, en días grisáceos u oscuros como estos recovecos o laberintos por donde nos movemos. Ya estaremos en posesión de la tierra, sin inteferir con otras especies supervivientes como las cucarachas y las hormigas. Pero seguiremos observando a esas figuras esbeltas que se deslizan por pasillos o calles iluminadas permanentemente. Sus ciudades serán ya laboratorios, en tanto que afuera una vegetación degenerada las irá cubriendo como una lluvia de mercurio. Lo que admiro del hombre es su inocencia ante el mal.
         Pero no somos musarañas a quienes nos domine la prisa. Nuestro instinto no nos arrastra a ninguna civilización. Somos animales de adaptación del mismo modo como somos escurridizos o asustadizos. Esta cualidad nos viene del exceso de fornicación. Comemos, roemos y nos acoplamos, nuestra línea de vida, nuestra cadena inmemorial. Nuestras crías nacen voraces y a poco son adultas, astutas, medrosas y chillonas. Cuando avanzamos para tomar posiciones nos movemos en tropel, lentamente como la lava. Pero en nuestra supervivencia carecemos de fines concretos, como no sea devorar y fornicar. Nuestras hembras ya no tienen ni siquiera conciencia de que paren constantemente. Y yo a veces pienso, viéndolo al hombre como un ser intermedio entre lo terreno y lo divino (oh sus dioses falsos), a qué eslabón perteneceremos nosotros, o en qué medida seremos necesarios para algo superior, si es que realmente existe en el plan de la creación un fin que justifique todo esto.



Fuente: Sosa López, Emilio, Cuentos para una época incrédula, Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, 1994, edición bajo el cuidado y la dirección de Sara Cameron de Sosa López y Martín Sosa Cameron  


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