EMILIO SOSA LÓPEZ:
Tres Cuentos
Estoy en el centro del universo
Estoy
en el centro del universo —ya que todo punto en el universo es centro. Soy una
ameba y pienso en el espacio interestelar y, también, en el origen o creación
del universo. Se dice que la materia flotante se congeló, se contrajo hasta
conformar un solo átomo, apretado a sí. Por su extrema cohesión o pasión
interior (o amor tal vez) estalló. Produjo un originario e infernal caos. Y así
comenzó la expansión del universo. Esto lo sabe ya todo el mundo. Se sabe
además que la materia volverá a enfriarse, a perder energía y a contraerse,
para estallar luego en otro arrebato de amor. Diástole y sístole del universo,
corazón palpitante, etc., etc…
Pero
hoy pienso en el espacio vacío —ese ámbito de inducción, como lo llaman algunos
cosmólogos. Es decir, pienso en ese escenario (previo y hueco) por donde el
universo se ha expandido. Que no tenga límites, me abruma. Pero tampoco tiene
límites el espacio virtual o irreal que generan dos espejos contrapuestos. Por
ahora voy a dejar de lado la posible pregunta, aplicada al cosmos, de quién
colocó en ese caso los espejos. Prefiero ir más allá, ir directamente a Dios en
tanto que es el creador y sostén del universo (como nos han enseñado). El, como
contemplador de su obra, es el verdadero espejo del universo, en el que incluso
se contempla a sí mismo como inteligencia pura, siendo y no siendo a la vez lo
creado.
Dios
es sin duda más que todo eso, pues en sí mismo es también lo increado, lo que
no ha sido creado (que, por cierto, no debe confundirse con esa idea de la nada
que nunca fue ni será). Justamente por el hecho de ser es, respecto del
universo, su glorificación frente a la nada. Ahora bien, esta supuesta nada es
el espacio vacío del que hablo, anterior a todo lo creado, espacio sin fin,
frente al cual Dios mismo es algo y, como tal, de algún modo limitado. Esto no
quiere decir que en sí mismo no sea ilimitado e infinito. Hoy incluso se habla
en matemáticas de un infinito finito. Pero para reconfortar a los que aún
tienen fe, diré que Dios existe y ha existido siempre por sí mismo, que es
eterno y que es lo único que está creativamente frente a la nada, determinando,
modelando su cosmos, haciéndolo estallar de amor y, más que todo eso,
soñándolo. Tan perfecto es que hasta la nada opera ante él como un espejo del
cosmos. En esa nada precisamente Dios sueña el universo.
Tenemos
tres postulados entonces: Dios, el universo y la nada. Así, cualquier cosa que
digamos puede resultar posible o cierta. Por ejemplo, que el universo es
materia del sueño de Dios. O dicho de otro modo: es materia de sueño —para lo
cual ya ni siquiera es necesario que el propio Dios exista. En la supuesta
fantasmagoría de lo posible basta con decir que todo es un mundo de espejismos,
figuraciones de sombras o sueño de nadie.
En
realidad, para la miseria que somos es casi un privilegio decir que somos
materia o sustancia del sueño. Al efecto, véase lo que es el tiempo: un devenir
que nos deja atrás —y que corre a su fin, o sea el fin de la expresión del
cosmos. En el punto último de la inmovilidad del universo todo comenzará a
retrotraerse en un puro no ser. Verdadero sueño de nadie que retorna a su
origen, desmontando sus hierros y edificios que por un instante se levantarán
del polvo; resplandores y brillos que rielan al revés y se embisten como
espadas, galaxias que se borran, agujeros negros que desaparecen igual que esta
gelatina excrementicia en la que me muevo.
¿Hasta dónde llevaré mi reflexión? Para
divertirlos como un profesor de filosofía diré que todo es ilusión, un mero
velo, que nunca hubo suceso ni proceso. Nada podemos conocer, todo es
inconsistente. Realmente, como se dice en los velorios, no somos nada. Sin
embargo, aquí estoy y lo peor, pensando. Pues bien, para empezar de nuevo
quitemos los espejos —incluso los del sueño que provocan espejismos y que ahora
sabemos que pone la mente. ¿Y qué será entretanto esto que llamamos mente?
Quitemos el universo. Quitemos también a Dios. ¿Pero cómo podríamos descartar
el espacio vacío —por el que se ha expandido el universo? ¿Cómo descartar lo
que es la nada misma? Porque la verdad es que el pensamiento no puede tampoco
concebir un espacio sin fin, vacío de todo en sus extremos y que además no
acaba nunca. Todo esto es una irracionalidad, ya que Dios mismo ¿qué podría
hacer en esa inconmensurabilidad salvo perderse en ella?
Hoy
es Lunes, mañana Martes. Hoy rezo, me alimento, orino —o segrego un líquido
corrosivo. Me subdivido y dejo de ser yo mismo en cuanto doy lugar a dos
individuos distintos de mí. Me persuado de que tal acto de mitosis es un acto
de amor, en tanto me consuela saber que alguna vez, cuando el universo se
contraiga nuevamente, volveré a ser yo mismo. ¡Un ser fantasmal en el centro de
la nada!
Se
lo diré o escribiré a mi amada que está a punto de dividirse. Ella sabe cuánto
la amo y cuán juntos estaremos o volveremos a estar, cuando regresemos al Uno.
Quietud absoluta, centro de la felicidad. De paso, no oculto que el universo me
divierte, en este ir y venir de sí mismo a sí mismo. Lo importante sin embargo
es ese instante en que no se distingue ya el ser del morir, en el que no hay
precisamente el morir, ese instante previo al Big Bang. Pero aún allí, ¿qué hago con esta reflexión latente, qué
hago con el espacio vacío? ¿Alguien me resolverá esta cuestión?
Reunión en un cementerio de pobres
En una de las tantas huelgas de
empleados municipales*, el viejo cementerio de pobres quedó sin sepultureros y
como la gente, pese al paro**, seguía muriendo lo mismo, los cajones de muertos
que llegaban se iban apilando en un galpón de la entrada principal. Desde lejos
los vecinos empezaron a oler los vahos de putrefacción que invadían los aires.
Insoportable era, por supuesto, el hedor que tenían que soportar los
integrantes de los cortejos fúnebres que venían a enterrar a sus seres
queridos. Con pañuelos de diversos colores se tapaban las narices y salían al
final poco menos que corriendo. ¡Adiós esposo o esposa, hermana o primo!,
decían mentalmente mientras se alejaban a toda prisa. Ya nos veremos en el Día
del Juicio, callaban socarronamente los que a falta de fe todavía jugaban con
preceptos aprendidos en la infancia.
Los cajones se acumulaban. Debieran
levantar la huelga así no mueren tantos, comentó un irracional. El montículo
crecía y una noche los cajones de arriba, tan mal apilados, se vinieron abajo.
Como esas cajas mortuorias, de pobre calidad, no tenían muy bien tomadas las
junturas y algunas de ellas hasta carecían de esas chapas de cinc que sellan el
cadáver, se rajaron o abrieron. Así un brazo de muerto quedó fuera,
convalidando una de las tantas muestras de la desidia y el horror a que llevaba
el paro. El brazo permaneció largo rato como expresión de lo macabro. Pero
luego, asombrosamente, comenzó a moverse. Primero palpó el exterior del cajón y
después, recobrando su propia habilidad, comenzó a forzar la abertura hasta que
el muerto sacó la cabeza, con esa curiosidad que se supone en un resucitado. Finalmente
pudo salir entero de su encierro.
Muy poco es lo que sabemos del
comportamiento de los resucitados. Todo lo volcamos al mundo de los vivos. Así
la historia, las leyes, los subsidios. A los muertos únicamente les dejamos los
homenajes, sobre todo cuando presumimos que están bien muertos. Pero de los
resucitados nadie habla por las dudas. El más famoso de ellos —se diría el único
del que se conoce algo—, es, como lo reconoce todo el mundo, Lázaro. El
Evangelio de San Juan lo muestra, después de volver de la que debió ser su
última morada, sentado a la mesa. Pero no se dice mucho más, aunque cabe
sospechar que debió vivir su corta vida de resucitado en constante sobresalto y
angustia, ya que los principales sacerdotes judíos acordaron darle muerte tan
pronto como pudieran, como a Jesús, para evitar las múltiples conversiones que
producía la noticia de su resurrección. Los datos posteriores sobre Lázaro se
borran y es muy difícil comprobar si alguna vez se le rindió culto o fue objeto
de una sincera devoción.
Nuestro muerto se puso de pie y miró a
su alrededor. Vio moverse otros miembros que salían de aquellos cajones
desvencijados. Ayudó a salir a varios y actuando ya en conjunto la tarea de la
liberación se hizo bien rápido. Y los ataúdes que aún permanecían herméticos o
intactos, fueron rotos y sus muertos se incorporaron entre jaculatorias,
llantos de agradecimientos y otras manifestaciones litúrgicas que recordaban a
esas murgas de la danza de la muerte que todos han visto en los carnavales.
Pero cuando se planteó el problema de
regresar a sus hogares, uno de aquellos resucitados —que por su modo de hablar
o demandar atención demostraba haber sido un dirigente gremial—, les exigió que
recapacitaran y volvieran al uso de la razón —¡oh razón vital que curas los
desatinos del mundo! Propuso que se realizara allí mismo una asamblea y se
decidiera qué debía hacerse, ya que si volvían tantos muertos a sus casas se
iba a pensar que ya estábamos en el Juicio Final, cuando en realidad no había
más que un paro municipal, aparte de que son muy pocos los que en realidad
quieren ser juzgados en esta época. ¿Y qué haremos?, preguntó abismado uno de
los resucitados. La solución provino del propio dirigente.
Miren, les dijo, nos iremos a vivir a
una villa miseria que levantaremos nosotros mismos. Allí no se nos molestará ni
nos tomarán en cuenta. A lo sumo nos echarán del lugar y nos trasladaremos a
otro. Por lo que veo hay entre nosotros hombres de diversas fachas; hay algunos
muchachotes y unas cuantas mujeres que ya no se sabe qué edades tienen.
Parecemos perfectamente los seres habituales de la miseria, sin identidad,
flacos, medio enclenques y desgarbados. Felizmente conservamos las huellas que
nos dejaron la enfermedad y la muerte. Estos serán nuestros mejores distintivos
de clase. Seremos villeros. O más aún, seremos como los intocables de la India,
gritó desde el fondo uno que debía ser un erudito.
Con aplicación se construyó la villa,
lo más lejos posible de otra que ya estaba asentada, seguros de que nadie se
fijaría en ella. Con las propias maderas de los cajones levantaron precarias
viviendas. Tal conglomerado, aunque se asemejaba al hacinamiento y la
promiscuidad, no tenía nada de ominoso. Se trataba de una comunidad de seres
que habían dejado de lado toda crispación y que sin llegar a entender
cabalmente la vida que hacían se afanaban por permanecer juntos.
Cuando se levantó la huelga y
volvieron los sepultureros, con los demás administrativos y peones de ese
cementerio de pobres, nadie pudo explicarse la desaparición de tantos cajones
de muertos y de tantos cadáveres. Lo curioso es que incluso el olor pestilente
había desaparecido. Por prudencia, los dos únicos diarios de la ciudad se
abstuvieron de dar la noticia, a fin de no provocar alarmas ni desbordes
sentimentales. A los deudos se les dijo que dado el estado de descomposición
que presentaban algunos ataúdes, los habían incinerado a todos para evitar
males mayores. La policía elevó el caso al juez correspondiente quien, desde
entonces —y por sugerencia quizá del arzobispado—, se ampara estratégicamente
en el secreto del sumario, dejando así pasar la cosa. En cuanto al intendente***,
no quiere ni oír hablar del tema y rehusa todo comentario por temor de que
algún concejal de su partido haya sido el que comerció las maderas de los
féretros.
Notas del Editor
sobre ciertas palabras de uso en Argentina, pero no con igual significado que en
otros países de habla hispánica:
(*) El “municipio”
es el “ayuntamiento”, también “alcaldía”
(**) “Paro” es
igual que “huelga”
(***) El
“intendente” es el “alcalde”
Me extasío contemplando la obra humana
Me extasío contemplando la obra
humana. Aunque nací en un albañal y me alimenté de grasas y residuos fermentados
junto a aguas servidas o cloacales, poseo un oído muy fino y, sobre todo, un
superior instinto de supervivencia. Pertenezco a la especie que sucederá al
hombre. Sus grandes ciudades, abatidas al final por la peste, la rabia, la
fiebre amarilla, aparte del sida que diezmará a la humanidad, sus ciudades,
digo, serán nuestras formidables fortalezas y treparemos por sus murallas y
paredes cuando el moho u otra floración las haya cubierto totalmente. Es
también posible que nosotros perezcamos en ellas, corrompidos por una falta de
lucha por la vida, que es la ley del progreso y la evolución. Reventaremos
quizá de tuberculosis como los desaprensivos osos de las cavernas. Pero hasta
tanto no nos agrandemos como gatos, no hay peligros de extinción.
¡Los hombres! Ah, cómo los admiro.
Pudieron haber seguido siendo, como los primitivos, seres paradisíacos, pero se
desviaron hacia la civilización de la técnica y la máquina. Y nosotros los
hemos acompañado al amparo de las sombras. ¿Pero cómo detener la fiebre del conocimiento,
el ansia misma de someter, la necesidad de las guerras y últimamente la
experiencia de la drogadicción que los zambulle en los oleajes del
inconsciente? A falta de drogas tenemos la fornicación que debilita y nos
provoca estados de alucinación. Por lo demás, de tanto roer cortezas, cáscaras
y otras vegetaciones resistentes, hemos desarrollado unos dientes que si no los
desgastamos en un constante triturar, crecen hasta convertirse en verdaderos
alfanjes asesinos que acaban hundiéndose en nuestro abdomen o zona ventral.
Esto demuestra la falta de imaginación en sortear los excesos de la voracidad
de nuestros ancestros y su sujeción al acoplamiento como a una droga. Con algo
de curiosidad por las ideas pudieron avanzar un poco más en nuestra escala
zoológica, afinando la función digestiva, reduciendo la actividad reproductiva
y orientando el sentido de nuestro olfato a algo más allá de la pestilencia y
la rarefacción.
Pero, con todo, ya casi nos hemos
adueñado de las ciudades. Por encima de nosotros está el mundo contaminado por
los gases que desprenden los motores a explosión, usinas y fábricas; ellos
forman pesadas capas de un aire inmóvil que acrecentará su efecto de
invernadero. Los hombres están enfermos y locos, y manejan sus vehículos con
sus mentes paralizadas. Trabajan a horario en tareas inútiles como son los
papeleos y las compilaciones de planillas que a nosotros nos encanta destruir,
ya que los papeles, apretados o no, configuran la materia más recomendable para
desgastar el crecimiento de nuestros dientes. Pero así como los papeles valen
para nosotros por su aparente resistencia, para ellos cuentan por los datos que
contienen. La mente humana tiende a la abstracción, se maneja con cifras que al
final se computan y generan nuevos resultados o exigencias, muchas de las
cuales ya no tienen asidero en lo inmediato, pero que exigen cambios en las
previsionesde la especie. He aquí como burocratizan sus vidas.
El vivir queda suplantado por la
programación de actos que impone la estadística. El hombre aguarda entonces el
dictamen de sus computadoras. Entretanto sus funciones vitales decrecen. El
cuerpo demanda entonces una salud absoluta que es ficticia, pues viviendo nunca
uno está sano. ¡Miren que lo dice una rata que por siglos ha sido el agente
vector de epidemias terribles que asolaron tantas ciudades del mundo! No, la
ilusión de una salud perfecta es una fantasía. Sólo los dioses están sanos
porque son inmortales. Y por eso justamente son perversos. Esta perversidad ha
terminado por envilecerlos a los mortales en el afán de imitarlos. ¡Imitar
seres irreales! ¿Qué signo de perfectibilidad es éste?
Sin embargo, yo los admiro. Queriendo
ser eternos han ingresado en la terribilidad de la muerte. En el futuro habrá
mujeres centenarias que parecerán adolescentes, hombres que pasearán sus
gráciles figuras bajo la comba de cristal de sus ciudades herméticas. Los niños
serán de probetas y el placer habrá huido de sus carnes. Nuevas drogas les
permitirán volar a la esfera de las matemáticas. Pero nosotros estaremos fuera,
entre los residuos, bajo espesas nubes de smog, en días grisáceos u oscuros
como estos recovecos o laberintos por donde nos movemos. Ya estaremos en
posesión de la tierra, sin inteferir con otras especies supervivientes como las
cucarachas y las hormigas. Pero seguiremos observando a esas figuras esbeltas
que se deslizan por pasillos o calles iluminadas permanentemente. Sus ciudades
serán ya laboratorios, en tanto que afuera una vegetación degenerada las irá cubriendo
como una lluvia de mercurio. Lo que admiro del hombre es su inocencia ante el
mal.
Pero no somos musarañas a quienes nos
domine la prisa. Nuestro instinto no nos arrastra a ninguna civilización. Somos
animales de adaptación del mismo modo como somos escurridizos o asustadizos. Esta
cualidad nos viene del exceso de fornicación. Comemos, roemos y nos acoplamos,
nuestra línea de vida, nuestra cadena inmemorial. Nuestras crías nacen voraces
y a poco son adultas, astutas, medrosas y chillonas. Cuando avanzamos para
tomar posiciones nos movemos en tropel, lentamente como la lava. Pero en
nuestra supervivencia carecemos de fines concretos, como no sea devorar y
fornicar. Nuestras hembras ya no tienen ni siquiera conciencia de que paren
constantemente. Y yo a veces pienso, viéndolo al hombre como un ser intermedio
entre lo terreno y lo divino (oh sus dioses falsos), a qué eslabón
perteneceremos nosotros, o en qué medida seremos necesarios para algo superior,
si es que realmente existe en el plan de la creación un fin que justifique todo
esto.
Fuente: Sosa López,
Emilio, Cuentos para una época incrédula,
Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, 1994, edición bajo el cuidado y la
dirección de Sara Cameron de Sosa López y Martín Sosa Cameron
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