domingo, 27 de mayo de 2012

EL PAPEL SOCIAL DEL ESCRITOR Emilio Sosa López




EL   PAPEL   SOCIAL   DEL   ESCRITOR



Emilio Sosa López




La tensión provocada por el enfrentamiento de esas dos concepciones de vida, burguesa y cristiana, tenía necesariamente que sacudir ese aparente rigor estético en que se desarrolló el clasicismo francés. El mundo de las letras, a la vez que se consolidaba en sus principios formales, dejaba de ser un orden exclusivamente artístico para configurar, en adelante, un frente de lucha de nuevas ideas y principios. Todo esfuerzo de la inteligencia tendía a asentar las bases de una nueva educación del hombre. Esto significó plantear una discusión a fondo de todos los contenidos del saber y la moral. Sartre lo ha señalado en su ensayo ya citado, al indicar que “en el siglo XVII, al decidirse a escribir, se abrazaba un oficio definitivo, con sus fórmulas, sus reglas y sus costumbres, con su rango en la jerarquía de las profesiones”. Pero, agrega, “en el siglo XVIII, los moldes quedan rotos, todo está por hacerse y las obras del espíritu, en lugar de confeccionarse con más o menos felicidad y según normas establecidas, son una invención particular y como una decisión del autor referente a la naturaleza, el valor y el alcance de las Bellas Letras: cada uno trae consigo sus propios reglamentos y principios conforme a los cuales quiere ser juzgado”. También en el orden general de las creencias sucede lo mismo. No hay sino desafío y orgullo personal en las convicciones. Ya Bossuet observaba desmoralizado el comienzo de este proceso y decía sensiblemente, con recelo y contrición: “Vemos todos los días como se enmaraña la ley moral con tantas cuestiones y enredos que no podría haber más en los procesos más engorrosos. Si Dios no pone término a estas dañosas sutilezas que nos inspira el amor propio, pronto no serán las reglas de la fe y de la lealtad más que otros tantos problemas”.

Ahora los nuevos escritores encuentran un mercado de competencia en la cotización social de sus productos intelectuales. Y estos productos sólo interesan o impresionan por la novedad de ideas liberadoras de ese estado  de caída irredenta en que los ubican las doctrinas religiosas. Se busca, por el contrario, una nueva imagen del hombre que rescate a los individuos del sentir de una originaria pecaminosidad. Todo ello conduce a volver los ojos a la claridad de las ciencias. Estas son, al menos, las únicas promesas seguras para ese “honnête homme” del siglo que, a falta de una encendida y abrasadora fe, quiere seguir siendo probo y cumpliendo de un modo honrado sus obligaciones. Por lo demás, el Estado, al asumir en estos tramos históricos, el control de la enseñanza, ha terminado por instituir, en las prerrogativas del poder, una absoluta supremacía en las concepciones políticas y culturales de la época, sin reconocer el valor de las restantes creaciones espirituales. Frente a este hecho irreversible que habrá de prolongarse hasta la revolución francesa, los escritores o artistas tuvieron que aceptar la condición de súbditos del Estado y atenerse a sus normas, para no quedar fuera de la necesaria protección de las autoridades. En tal sentido, el valor de la autoeducación que secularmente impuso la preocupación antropológica proveniente del Renacimiento vino a desembocar, al fin de cuentas, en una filosofía práctica de la vida, o en una especie de sentido político de la acción, a cuyo servicio la herencia egotista de un Maquiavelo o la propensión idealista del libre pensamiento disputaron su preeminencia en la elaboración de una nueva concepción del hombre. Aquí el espíritu crítico de la época inclinó su atención sobre los problemas afines al ser histórico más que a las viejas cuestiones de carácter meramente psicológico o teológico. En este caso, se observará la reacción de una burguesía ilustrada en busca de planteos científicos que le aseguren una ley de progreso a la educación y el saber. El liberalismo burgués asumirá esta misión con la que intentará influir ideológicamente en el público. Así, pues, la literatura, al socializarse, esto es, al profesionalizarse, comenzará a desarrollar una labor periodística a partir de un orden de ideas que en su generalización o difusión tenderá a instituir el mundo comunitario  de la opinión. Serán los comienzos del periodismo propiamente dicho. Y bien, en este clima de mutua participación en que cada uno es responsable de sus propias convicciones, el escritor irá adquiriendo un gran poder de influencia sobre los hombres de su tiempo, hasta el punto de modificar sus creencias o inclinar sus voluntades a favor de su función tanto liberadora como orientadora.

Ser “homme de lettres”, como se decía entonces, es ejercer, en fin, un status social. Tanto equivale su función a la de un magistrado, militar o eclesiástico. Pero el escritor ya no quiere ser sólo un mero servidor. En un sentido estricto, se siente un ideólogo más bien, un elegido, un destinado a iluminar o interpretar los designios de la historia, favorecer sus fines y encumbrar a los hombres con los dones de la fama. En consecuencia, ha de ser él quien con libertad pueda influir incluso ante el poder, no sólo como un igual, sino a veces como un espíritu superior a los propios gobernantes. Paul Hazard en su libro póstumo La pensée européenne au XVIII siècle, ha reconstruido este estado de conciencia del nuevo intelectual: “Un autor, —dice— ¿no es el igual de los que lo han dominado tanto tiempo? En ciertos aspectos, ¿no es superior a ellos? ¿No es él el que distribuye —viejo argumento, que no parece desgastado— los laureles que impiden morir a los hombres? ¿No es el representante del nuevo poder que se llama la ciencia? ¿No es un príncipe del espíritu? Que cambien, pues, los términos de su antigua alianza, que tenga a los grandes señores por lo que son la mayoría de las veces, ignorantes, malos jueces, que no tienen el triste honor de ser injustos con conocimiento de causa. Sólo a este precio adquirirá conciencia de su propio valor”. Detrás de esta postura intelectual se advierte la pujanza de las nuevas concepciones del mundo, que proceden principalmente de las ciencias naturales. En esto, las conquistas de la física de un Newton fueron decisivas y, aún más, consideradas como modelos para regir también las aspiraciones artísticas. Tal coincidencia, pues, entre los postulados del arte y de la ciencia, importa por sí misma una novedad de todo punto de vista revolucionaria. No es un simple acuerdo de opiniones. Es la consecuencia radical de un nuevo orden del ser. Esta relación descansa, como lo ha puesto de relieve Ernst Cassirer en su Filosofía de la Ilustración, “en la idea de que la naturaleza, en todas sus manifestaciones, se halla sometida a principios determinados, y así como la meta suprema del conocimiento consiste en alcanzar estos principios y en expresarlos con claridad y determinación, así también el arte, rival de la naturaleza, muestra la misma condición interna. Del mismo modo que hay leyes universales e inviolables de la naturaleza, habrá leyes del mismo tipo y de la misma dignidad para la ‘imitación de la naturaleza’”.

Se trata, como se ve, de una “cosmovisión” dominante que ya afecta todos los órdenes del espíritu. En ella se inserta, naturalmente, el “hombre de letras”, quien no tardará en conferirse todo el valor pedagógico que significa ser un intelectual. La confianza en la operatividad clasificadora del pensamiento tiende a ser casi absoluta. Se busca renovar  todos los métodos, se insiste en la transformación de los hábitos. Entretanto, la educación humanística, impartida en las escuelas, seguirá padeciendo el “vicio de la monasticidad”. El griego y el latín son allí sólo objetos de análisis gramaticales. En la práctica ya no se exprime el espíritu vivo de la Antigüedad. Tan sólo se pretende dotar a los individuos de adornos sentenciosos, desperdiciándose así la oportunidad de lograr ciudadanos activos e imaginativos. Únicamente los intelectuales, en gran parte autodidactos, cumplen con los ideales pedagógicos más auténticos. Son filósofos, librepensadores, que a la vez que informan y discuten, indican nuevos principios sobre la naturaleza del arte y de las bellas letras. Ellos, más que al pasado ilustre, miran al presente y, sobre todo, al porvenir. En este aspecto, proponen o disciernen diversos procedimientos o sistemas para reactualizar la función formativa de las letras, así se trate de los mismos autores clásicos. Una naciente ciencia de la literatura asoma al interés espontáneo de la investigación. Pero, con todo, a pesar de haber comenzado a definirse ya el espíritu del Siglo de las Luces —cuya vocación parece adecuarse perfectamente al lema kantiano, Sapere aude”—, el viejo remanente de la noción cristiana de la salvación seguirá todavía agitando la conciencia de las gentes. Y aun cuando la mentalidad burguesa se haya inclinado por el lado terrenalista o historicista de la vida humana, la creencia en la incompatibilidad de los dos mundos adquirirá muchas veces el carácter de una obsesión. En todo esto opera una razón existencial. En verdad, por más que se insistiera en la exclusividad de un mundo único, legislado por leyes mecánicas y favorables, la inveterada, trágica o secreta ambigüedad del ser humano, aguzada por la propia incerteza vital del hombre que muere progresivamente, no podrá acallar del todo, con tópicos racionales, la agitada visión introspectiva de cada cual. El sentido, pues, de una radical contradicción, incrustada en la existencia, no era sólo fuego en la ardiente retórica de los sermoneadores. El liberalismo no dejó de prever esta circunstancia. “Il s’agít de choisir”, dirá La Bruyère en sus Caractères: Des Esprits Forts. Y aun Montesquieu, con apasionamiento decisivo, seguirá insistiendo todavía, a propósito de los “dos mundos”, en una alternativa excluyente, ya que, a su juicio, “éste echa a perder al otro y el otro a éste. Dos son demasiado; hubiera debido haber sólo uno”.

Pero para el burgués la opción no fue una cuestión de importancia tan trascendental. Como ya hemos dicho, su decisión fue a la vez clara y prudente. Se vio a sí mismo como un ser adecuado a los negocios del mundo o, mejor aún, según expresa B. Groethuysen, como un hijo del mundo. Su adueñamiento paulatino de los poderes públicos, de las fuentes de la riqueza y de la producción, fue la consecuencia inevitable de esta determinación suya a vivir del mundo y para el mundo. En principio, la disputa dejó de tener para el burgués un carácter exclusivamente teológico; fue más bien una cuestión de derechos sociales, de reconocimiento al mejor predispuesto a las exigencias del trabajo, esto es, un problema de afincamiento en el orden de sus pertenencias. En esto se atuvo al mundo de las cosas prácticas, soslayando así la cuestión antropológica en su más radical proyección existencial o metafísica. Tipificó el carácter de lo humano y, aplicándose a la periclitada idea del “honnête homme”, no quiso ver más allá de su inmediatez, como si él estuviese viviendo en el mejor de los mundos posibles. Por eso la historia acabó siendo su propia ergástula y su propio tribunal condenatorio. En su Candide, Voltaire se mofó de esta especiosa aplicación burguesa del concepto leibniziano. Su acritud, sin embargo, no llegó a ocultar las grietas de su espíritu, “esos abismos insondables de desilusión y hastío”, que ha visto en él J. B. Priestley, y en los que terminara justamente por naufragar más tarde el intelectual del ciclo burgués. Pero esto en su momento se enmascaró en complacencias puramente formales. Así, tras el ornato del “gusto neoclásico”, distrajo su desabrimiento la época de la Ilustración. Porque si bien es cierto que hubo en ella, en cuanto al desarrollo de las ideas filosóficas  y científicas, un empuje descollante, también hubo una profunda incerteza al nivel de la vida refinada o intelectual. Ello se reflejó indirectamente en su sentido abigarrado del lujo, el cual literariamente se traduce en un estilo lleno de galanura y precisión, como debía corresponder a la necesidad de brillo adoptada por la aristocracia y que resulta tan perceptible en Voltaire como en D’Alembert o Marmontel. Pero en su tensión histórica este brillo neoclasicista no fue sólo el producto de un acatamiento a normas consagradas por la tradición de lo bello; fue la imposición de un temperamento menos aquiescente que dominante, el espíritu burgués, que deseoso de atemperar sus contradicciones y errores teológicos y existenciales, optaba por la apariencia de un mundo sin sobresalto, equilibrado y perfecto.



De Sosa López, Emilio, "El espíritu de las letras", Libro Tercero, ídem, Segunda parte: "El ingreso a la modernidad", Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, octubre 1995

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