EL PAPEL
SOCIAL DEL ESCRITOR
Emilio Sosa López
La tensión provocada por el
enfrentamiento de esas dos concepciones de vida, burguesa y cristiana, tenía
necesariamente que sacudir ese aparente rigor estético en que se desarrolló el
clasicismo francés. El mundo de las letras, a la vez que se consolidaba en sus
principios formales, dejaba de ser un orden exclusivamente artístico para
configurar, en adelante, un frente de lucha de nuevas ideas y principios. Todo
esfuerzo de la inteligencia tendía a asentar las bases de una nueva educación
del hombre. Esto significó plantear una discusión a fondo de todos los
contenidos del saber y la moral. Sartre lo ha señalado
en su ensayo ya citado, al indicar que “en el siglo XVII, al decidirse a
escribir, se abrazaba un oficio definitivo, con sus fórmulas, sus reglas y sus
costumbres, con su rango en la jerarquía de las profesiones”. Pero, agrega, “en
el siglo XVIII, los moldes quedan rotos, todo está por hacerse y las obras del
espíritu, en lugar de confeccionarse con más o menos felicidad y según normas
establecidas, son una invención particular y como una decisión del autor
referente a la naturaleza, el valor y el alcance de las Bellas Letras: cada uno
trae consigo sus propios reglamentos y principios conforme a los cuales quiere
ser juzgado”. También en el orden general de las creencias sucede lo mismo. No
hay sino desafío y orgullo personal en las convicciones. Ya Bossuet observaba
desmoralizado el comienzo de este proceso y decía sensiblemente, con recelo y
contrición: “Vemos todos los días como se enmaraña la ley moral con tantas
cuestiones y enredos que no podría haber más en los procesos más engorrosos. Si
Dios no pone término a estas dañosas sutilezas que nos inspira el amor propio,
pronto no serán las reglas de la fe y de la lealtad más que otros tantos
problemas”.
Ahora los nuevos escritores encuentran
un mercado de competencia en la cotización social de sus productos
intelectuales. Y estos productos sólo interesan o impresionan por la novedad de
ideas liberadoras de ese estado de caída
irredenta en que los ubican las doctrinas religiosas. Se busca, por el
contrario, una nueva imagen del hombre que rescate a los individuos del sentir
de una originaria pecaminosidad. Todo ello conduce a volver los ojos a la
claridad de las ciencias. Estas son, al menos, las únicas promesas seguras para
ese “honnête homme” del siglo que, a
falta de una encendida y abrasadora fe, quiere seguir siendo probo y cumpliendo
de un modo honrado sus obligaciones. Por lo demás, el Estado, al asumir en
estos tramos históricos, el control de la enseñanza, ha terminado por
instituir, en las prerrogativas del poder, una absoluta supremacía en las
concepciones políticas y culturales de la época, sin reconocer el valor de las
restantes creaciones espirituales. Frente a este hecho irreversible que habrá
de prolongarse hasta la revolución francesa, los escritores o artistas tuvieron
que aceptar la condición de súbditos del Estado y atenerse a sus normas, para
no quedar fuera de la necesaria protección de las autoridades. En tal sentido,
el valor de la autoeducación que secularmente impuso la preocupación
antropológica proveniente del Renacimiento vino a desembocar, al fin de
cuentas, en una filosofía práctica de la vida, o en una especie de sentido
político de la acción, a cuyo servicio la herencia egotista de un Maquiavelo o
la propensión idealista del libre pensamiento disputaron su preeminencia en la
elaboración de una nueva concepción del hombre. Aquí el espíritu crítico de la
época inclinó su atención sobre los problemas afines al ser histórico más que a
las viejas cuestiones de carácter meramente psicológico o teológico. En este
caso, se observará la reacción de una burguesía ilustrada en busca de planteos
científicos que le aseguren una ley de progreso a la educación y el saber. El
liberalismo burgués asumirá esta misión con la que intentará influir
ideológicamente en el público. Así, pues, la literatura, al socializarse, esto
es, al profesionalizarse, comenzará a desarrollar una labor periodística a
partir de un orden de ideas que en su generalización o difusión tenderá a
instituir el mundo comunitario de la
opinión. Serán los comienzos del periodismo propiamente dicho. Y bien, en este
clima de mutua participación en que cada uno es responsable de sus propias
convicciones, el escritor irá adquiriendo un gran poder de influencia sobre los
hombres de su tiempo, hasta el punto de modificar sus creencias o inclinar sus
voluntades a favor de su función tanto liberadora como orientadora.
Ser “homme
de lettres”, como se decía entonces, es ejercer, en fin, un status social. Tanto equivale su función
a la de un magistrado, militar o eclesiástico. Pero el escritor ya no quiere
ser sólo un mero servidor. En un sentido estricto, se siente un ideólogo más
bien, un elegido, un destinado a iluminar o interpretar los designios de la
historia, favorecer sus fines y encumbrar a los hombres con los dones de la
fama. En consecuencia, ha de ser él quien con libertad pueda influir incluso
ante el poder, no sólo como un igual, sino a veces como un espíritu superior a
los propios gobernantes. Paul Hazard en su libro póstumo La pensée européenne au XVIII siècle, ha reconstruido este estado
de conciencia del nuevo intelectual: “Un autor, —dice— ¿no es el igual de los
que lo han dominado tanto tiempo? En ciertos aspectos, ¿no es superior a ellos?
¿No es él el que distribuye —viejo argumento, que no parece desgastado— los
laureles que impiden morir a los hombres? ¿No es el representante del nuevo
poder que se llama la ciencia? ¿No es un príncipe del espíritu? Que cambien,
pues, los términos de su antigua alianza, que tenga a los grandes señores por
lo que son la mayoría de las veces, ignorantes, malos jueces, que no tienen el
triste honor de ser injustos con conocimiento de causa. Sólo a este precio
adquirirá conciencia de su propio valor”. Detrás de esta postura intelectual se
advierte la pujanza de las nuevas concepciones del mundo, que proceden
principalmente de las ciencias naturales. En esto, las conquistas de la física
de un Newton fueron decisivas y, aún más, consideradas como modelos para regir
también las aspiraciones artísticas. Tal coincidencia, pues, entre los
postulados del arte y de la ciencia, importa por sí misma una novedad de todo
punto de vista revolucionaria. No es un simple acuerdo de opiniones. Es la
consecuencia radical de un nuevo orden del ser. Esta relación descansa, como lo
ha puesto de relieve Ernst Cassirer en su Filosofía
de la Ilustración,
“en la idea de que la naturaleza, en todas sus manifestaciones, se halla
sometida a principios determinados, y así como la meta suprema del conocimiento
consiste en alcanzar estos principios y en expresarlos con claridad y
determinación, así también el arte, rival de la naturaleza, muestra la misma
condición interna. Del mismo modo que hay leyes universales e inviolables de la
naturaleza, habrá leyes del mismo tipo y de la misma dignidad para la
‘imitación de la naturaleza’”.
Se trata, como se ve, de una
“cosmovisión” dominante que ya afecta todos los órdenes del espíritu. En ella
se inserta, naturalmente, el “hombre de letras”, quien no tardará en conferirse
todo el valor pedagógico que significa ser un intelectual. La confianza en la
operatividad clasificadora del pensamiento tiende a ser casi absoluta. Se busca
renovar todos los métodos, se insiste en
la transformación de los hábitos. Entretanto, la educación humanística,
impartida en las escuelas, seguirá padeciendo el “vicio de la monasticidad”. El
griego y el latín son allí sólo objetos de análisis gramaticales. En la
práctica ya no se exprime el espíritu vivo de la Antigüedad. Tan
sólo se pretende dotar a los individuos de adornos sentenciosos,
desperdiciándose así la oportunidad de lograr ciudadanos activos e
imaginativos. Únicamente los intelectuales, en gran parte autodidactos, cumplen
con los ideales pedagógicos más auténticos. Son filósofos, librepensadores, que
a la vez que informan y discuten, indican nuevos principios sobre la naturaleza
del arte y de las bellas letras. Ellos, más que al pasado ilustre, miran al
presente y, sobre todo, al porvenir. En este aspecto, proponen o disciernen
diversos procedimientos o sistemas para reactualizar la función formativa de
las letras, así se trate de los mismos autores clásicos. Una naciente ciencia
de la literatura asoma al interés espontáneo de la investigación. Pero, con
todo, a pesar de haber comenzado a definirse ya el espíritu del Siglo de las
Luces —cuya vocación parece adecuarse perfectamente al lema kantiano, Sapere aude”—, el viejo remanente de la
noción cristiana de la salvación seguirá todavía agitando la conciencia de las
gentes. Y aun cuando la mentalidad burguesa se haya inclinado por el lado
terrenalista o historicista de la vida humana, la creencia en la
incompatibilidad de los dos mundos adquirirá muchas veces el carácter de una
obsesión. En todo esto opera una razón existencial. En verdad, por más que se
insistiera en la exclusividad de un mundo único, legislado por leyes mecánicas
y favorables, la inveterada, trágica o secreta ambigüedad del ser humano,
aguzada por la propia incerteza vital del hombre que muere progresivamente, no
podrá acallar del todo, con tópicos racionales, la agitada visión introspectiva
de cada cual. El sentido, pues, de una radical contradicción, incrustada en la
existencia, no era sólo fuego en la ardiente retórica de los sermoneadores. El
liberalismo no dejó de prever esta circunstancia. “Il s’agít de choisir”, dirá La Bruyère en sus Caractères: Des Esprits Forts. Y aun Montesquieu, con
apasionamiento decisivo, seguirá insistiendo todavía, a propósito de los “dos
mundos”, en una alternativa excluyente, ya que, a su juicio, “éste echa a
perder al otro y el otro a éste. Dos son demasiado; hubiera debido haber sólo
uno”.
Pero para el burgués la opción no fue
una cuestión de importancia tan trascendental. Como ya hemos dicho, su decisión
fue a la vez clara y prudente. Se vio a sí mismo como un ser adecuado a los
negocios del mundo o, mejor aún, según expresa B. Groethuysen, como un hijo del
mundo. Su adueñamiento paulatino de los poderes públicos, de las fuentes de la
riqueza y de la producción, fue la consecuencia inevitable de esta
determinación suya a vivir del mundo y para el mundo. En principio, la disputa
dejó de tener para el burgués un carácter exclusivamente teológico; fue más
bien una cuestión de derechos sociales, de reconocimiento al mejor predispuesto
a las exigencias del trabajo, esto es, un problema de afincamiento en el orden
de sus pertenencias. En esto se atuvo al mundo de las cosas prácticas,
soslayando así la cuestión antropológica en su más radical proyección
existencial o metafísica. Tipificó el carácter de lo humano y, aplicándose a la
periclitada idea del “honnête homme”,
no quiso ver más allá de su inmediatez, como si él estuviese viviendo en el mejor
de los mundos posibles. Por eso la historia acabó siendo su propia ergástula y
su propio tribunal condenatorio. En su Candide,
Voltaire se mofó de esta especiosa aplicación burguesa del concepto
leibniziano. Su acritud, sin embargo, no llegó a ocultar las grietas de su
espíritu, “esos abismos insondables de desilusión y hastío”, que ha visto en él
J. B. Priestley, y en los que terminara justamente por naufragar más tarde el
intelectual del ciclo burgués. Pero esto en su momento se enmascaró en complacencias
puramente formales. Así, tras el ornato del “gusto neoclásico”, distrajo su
desabrimiento la época de la Ilustración.
Porque si bien es cierto que hubo en ella, en cuanto al
desarrollo de las ideas filosóficas y
científicas, un empuje descollante, también hubo una profunda incerteza al
nivel de la vida refinada o intelectual. Ello se reflejó indirectamente en su
sentido abigarrado del lujo, el cual literariamente se traduce en un estilo
lleno de galanura y precisión, como debía corresponder a la necesidad de brillo
adoptada por la aristocracia y que resulta tan perceptible en Voltaire como en
D’Alembert o Marmontel. Pero en su tensión histórica este brillo neoclasicista
no fue sólo el producto de un acatamiento a normas consagradas por la tradición
de lo bello; fue la imposición de un temperamento menos aquiescente que
dominante, el espíritu burgués, que deseoso de atemperar sus contradicciones y
errores teológicos y existenciales, optaba por la apariencia de un mundo sin
sobresalto, equilibrado y perfecto.
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