lunes, 28 de mayo de 2012
BORGES Y SOSA LÓPEZ
En España, a Borges se le preguntó: “¿Los autores importantes de Argentina sólo están en Buenos Aires?”, a lo que él respondió: “No todos; por ejemplo, en Córdoba, vive el gran poeta Emilio Sosa López", y recitó un poema de este autor.
domingo, 27 de mayo de 2012
EL PAPEL SOCIAL DEL ESCRITOR Emilio Sosa López
EL PAPEL
SOCIAL DEL ESCRITOR
Emilio Sosa López
La tensión provocada por el
enfrentamiento de esas dos concepciones de vida, burguesa y cristiana, tenía
necesariamente que sacudir ese aparente rigor estético en que se desarrolló el
clasicismo francés. El mundo de las letras, a la vez que se consolidaba en sus
principios formales, dejaba de ser un orden exclusivamente artístico para
configurar, en adelante, un frente de lucha de nuevas ideas y principios. Todo
esfuerzo de la inteligencia tendía a asentar las bases de una nueva educación
del hombre. Esto significó plantear una discusión a fondo de todos los
contenidos del saber y la moral. Sartre lo ha señalado
en su ensayo ya citado, al indicar que “en el siglo XVII, al decidirse a
escribir, se abrazaba un oficio definitivo, con sus fórmulas, sus reglas y sus
costumbres, con su rango en la jerarquía de las profesiones”. Pero, agrega, “en
el siglo XVIII, los moldes quedan rotos, todo está por hacerse y las obras del
espíritu, en lugar de confeccionarse con más o menos felicidad y según normas
establecidas, son una invención particular y como una decisión del autor
referente a la naturaleza, el valor y el alcance de las Bellas Letras: cada uno
trae consigo sus propios reglamentos y principios conforme a los cuales quiere
ser juzgado”. También en el orden general de las creencias sucede lo mismo. No
hay sino desafío y orgullo personal en las convicciones. Ya Bossuet observaba
desmoralizado el comienzo de este proceso y decía sensiblemente, con recelo y
contrición: “Vemos todos los días como se enmaraña la ley moral con tantas
cuestiones y enredos que no podría haber más en los procesos más engorrosos. Si
Dios no pone término a estas dañosas sutilezas que nos inspira el amor propio,
pronto no serán las reglas de la fe y de la lealtad más que otros tantos
problemas”.
Ahora los nuevos escritores encuentran
un mercado de competencia en la cotización social de sus productos
intelectuales. Y estos productos sólo interesan o impresionan por la novedad de
ideas liberadoras de ese estado de caída
irredenta en que los ubican las doctrinas religiosas. Se busca, por el
contrario, una nueva imagen del hombre que rescate a los individuos del sentir
de una originaria pecaminosidad. Todo ello conduce a volver los ojos a la
claridad de las ciencias. Estas son, al menos, las únicas promesas seguras para
ese “honnête homme” del siglo que, a
falta de una encendida y abrasadora fe, quiere seguir siendo probo y cumpliendo
de un modo honrado sus obligaciones. Por lo demás, el Estado, al asumir en
estos tramos históricos, el control de la enseñanza, ha terminado por
instituir, en las prerrogativas del poder, una absoluta supremacía en las
concepciones políticas y culturales de la época, sin reconocer el valor de las
restantes creaciones espirituales. Frente a este hecho irreversible que habrá
de prolongarse hasta la revolución francesa, los escritores o artistas tuvieron
que aceptar la condición de súbditos del Estado y atenerse a sus normas, para
no quedar fuera de la necesaria protección de las autoridades. En tal sentido,
el valor de la autoeducación que secularmente impuso la preocupación
antropológica proveniente del Renacimiento vino a desembocar, al fin de
cuentas, en una filosofía práctica de la vida, o en una especie de sentido
político de la acción, a cuyo servicio la herencia egotista de un Maquiavelo o
la propensión idealista del libre pensamiento disputaron su preeminencia en la
elaboración de una nueva concepción del hombre. Aquí el espíritu crítico de la
época inclinó su atención sobre los problemas afines al ser histórico más que a
las viejas cuestiones de carácter meramente psicológico o teológico. En este
caso, se observará la reacción de una burguesía ilustrada en busca de planteos
científicos que le aseguren una ley de progreso a la educación y el saber. El
liberalismo burgués asumirá esta misión con la que intentará influir
ideológicamente en el público. Así, pues, la literatura, al socializarse, esto
es, al profesionalizarse, comenzará a desarrollar una labor periodística a
partir de un orden de ideas que en su generalización o difusión tenderá a
instituir el mundo comunitario de la
opinión. Serán los comienzos del periodismo propiamente dicho. Y bien, en este
clima de mutua participación en que cada uno es responsable de sus propias
convicciones, el escritor irá adquiriendo un gran poder de influencia sobre los
hombres de su tiempo, hasta el punto de modificar sus creencias o inclinar sus
voluntades a favor de su función tanto liberadora como orientadora.
Ser “homme
de lettres”, como se decía entonces, es ejercer, en fin, un status social. Tanto equivale su función
a la de un magistrado, militar o eclesiástico. Pero el escritor ya no quiere
ser sólo un mero servidor. En un sentido estricto, se siente un ideólogo más
bien, un elegido, un destinado a iluminar o interpretar los designios de la
historia, favorecer sus fines y encumbrar a los hombres con los dones de la
fama. En consecuencia, ha de ser él quien con libertad pueda influir incluso
ante el poder, no sólo como un igual, sino a veces como un espíritu superior a
los propios gobernantes. Paul Hazard en su libro póstumo La pensée européenne au XVIII siècle, ha reconstruido este estado
de conciencia del nuevo intelectual: “Un autor, —dice— ¿no es el igual de los
que lo han dominado tanto tiempo? En ciertos aspectos, ¿no es superior a ellos?
¿No es él el que distribuye —viejo argumento, que no parece desgastado— los
laureles que impiden morir a los hombres? ¿No es el representante del nuevo
poder que se llama la ciencia? ¿No es un príncipe del espíritu? Que cambien,
pues, los términos de su antigua alianza, que tenga a los grandes señores por
lo que son la mayoría de las veces, ignorantes, malos jueces, que no tienen el
triste honor de ser injustos con conocimiento de causa. Sólo a este precio
adquirirá conciencia de su propio valor”. Detrás de esta postura intelectual se
advierte la pujanza de las nuevas concepciones del mundo, que proceden
principalmente de las ciencias naturales. En esto, las conquistas de la física
de un Newton fueron decisivas y, aún más, consideradas como modelos para regir
también las aspiraciones artísticas. Tal coincidencia, pues, entre los
postulados del arte y de la ciencia, importa por sí misma una novedad de todo
punto de vista revolucionaria. No es un simple acuerdo de opiniones. Es la
consecuencia radical de un nuevo orden del ser. Esta relación descansa, como lo
ha puesto de relieve Ernst Cassirer en su Filosofía
de la Ilustración,
“en la idea de que la naturaleza, en todas sus manifestaciones, se halla
sometida a principios determinados, y así como la meta suprema del conocimiento
consiste en alcanzar estos principios y en expresarlos con claridad y
determinación, así también el arte, rival de la naturaleza, muestra la misma
condición interna. Del mismo modo que hay leyes universales e inviolables de la
naturaleza, habrá leyes del mismo tipo y de la misma dignidad para la
‘imitación de la naturaleza’”.
Se trata, como se ve, de una
“cosmovisión” dominante que ya afecta todos los órdenes del espíritu. En ella
se inserta, naturalmente, el “hombre de letras”, quien no tardará en conferirse
todo el valor pedagógico que significa ser un intelectual. La confianza en la
operatividad clasificadora del pensamiento tiende a ser casi absoluta. Se busca
renovar todos los métodos, se insiste en
la transformación de los hábitos. Entretanto, la educación humanística,
impartida en las escuelas, seguirá padeciendo el “vicio de la monasticidad”. El
griego y el latín son allí sólo objetos de análisis gramaticales. En la
práctica ya no se exprime el espíritu vivo de la Antigüedad. Tan
sólo se pretende dotar a los individuos de adornos sentenciosos,
desperdiciándose así la oportunidad de lograr ciudadanos activos e
imaginativos. Únicamente los intelectuales, en gran parte autodidactos, cumplen
con los ideales pedagógicos más auténticos. Son filósofos, librepensadores, que
a la vez que informan y discuten, indican nuevos principios sobre la naturaleza
del arte y de las bellas letras. Ellos, más que al pasado ilustre, miran al
presente y, sobre todo, al porvenir. En este aspecto, proponen o disciernen
diversos procedimientos o sistemas para reactualizar la función formativa de
las letras, así se trate de los mismos autores clásicos. Una naciente ciencia
de la literatura asoma al interés espontáneo de la investigación. Pero, con
todo, a pesar de haber comenzado a definirse ya el espíritu del Siglo de las
Luces —cuya vocación parece adecuarse perfectamente al lema kantiano, Sapere aude”—, el viejo remanente de la
noción cristiana de la salvación seguirá todavía agitando la conciencia de las
gentes. Y aun cuando la mentalidad burguesa se haya inclinado por el lado
terrenalista o historicista de la vida humana, la creencia en la
incompatibilidad de los dos mundos adquirirá muchas veces el carácter de una
obsesión. En todo esto opera una razón existencial. En verdad, por más que se
insistiera en la exclusividad de un mundo único, legislado por leyes mecánicas
y favorables, la inveterada, trágica o secreta ambigüedad del ser humano,
aguzada por la propia incerteza vital del hombre que muere progresivamente, no
podrá acallar del todo, con tópicos racionales, la agitada visión introspectiva
de cada cual. El sentido, pues, de una radical contradicción, incrustada en la
existencia, no era sólo fuego en la ardiente retórica de los sermoneadores. El
liberalismo no dejó de prever esta circunstancia. “Il s’agít de choisir”, dirá La Bruyère en sus Caractères: Des Esprits Forts. Y aun Montesquieu, con
apasionamiento decisivo, seguirá insistiendo todavía, a propósito de los “dos
mundos”, en una alternativa excluyente, ya que, a su juicio, “éste echa a
perder al otro y el otro a éste. Dos son demasiado; hubiera debido haber sólo
uno”.
Pero para el burgués la opción no fue
una cuestión de importancia tan trascendental. Como ya hemos dicho, su decisión
fue a la vez clara y prudente. Se vio a sí mismo como un ser adecuado a los
negocios del mundo o, mejor aún, según expresa B. Groethuysen, como un hijo del
mundo. Su adueñamiento paulatino de los poderes públicos, de las fuentes de la
riqueza y de la producción, fue la consecuencia inevitable de esta
determinación suya a vivir del mundo y para el mundo. En principio, la disputa
dejó de tener para el burgués un carácter exclusivamente teológico; fue más
bien una cuestión de derechos sociales, de reconocimiento al mejor predispuesto
a las exigencias del trabajo, esto es, un problema de afincamiento en el orden
de sus pertenencias. En esto se atuvo al mundo de las cosas prácticas,
soslayando así la cuestión antropológica en su más radical proyección
existencial o metafísica. Tipificó el carácter de lo humano y, aplicándose a la
periclitada idea del “honnête homme”,
no quiso ver más allá de su inmediatez, como si él estuviese viviendo en el mejor
de los mundos posibles. Por eso la historia acabó siendo su propia ergástula y
su propio tribunal condenatorio. En su Candide,
Voltaire se mofó de esta especiosa aplicación burguesa del concepto
leibniziano. Su acritud, sin embargo, no llegó a ocultar las grietas de su
espíritu, “esos abismos insondables de desilusión y hastío”, que ha visto en él
J. B. Priestley, y en los que terminara justamente por naufragar más tarde el
intelectual del ciclo burgués. Pero esto en su momento se enmascaró en complacencias
puramente formales. Así, tras el ornato del “gusto neoclásico”, distrajo su
desabrimiento la época de la Ilustración.
Porque si bien es cierto que hubo en ella, en cuanto al
desarrollo de las ideas filosóficas y
científicas, un empuje descollante, también hubo una profunda incerteza al
nivel de la vida refinada o intelectual. Ello se reflejó indirectamente en su
sentido abigarrado del lujo, el cual literariamente se traduce en un estilo
lleno de galanura y precisión, como debía corresponder a la necesidad de brillo
adoptada por la aristocracia y que resulta tan perceptible en Voltaire como en
D’Alembert o Marmontel. Pero en su tensión histórica este brillo neoclasicista
no fue sólo el producto de un acatamiento a normas consagradas por la tradición
de lo bello; fue la imposición de un temperamento menos aquiescente que
dominante, el espíritu burgués, que deseoso de atemperar sus contradicciones y
errores teológicos y existenciales, optaba por la apariencia de un mundo sin
sobresalto, equilibrado y perfecto.
De Sosa López, Emilio, "El espíritu de las letras", Libro Tercero, ídem, Segunda parte: "El ingreso a la modernidad", Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, octubre 1995
jueves, 17 de mayo de 2012
Emilio Sosa López: Si el tiempo dejara de existir
Emilio
Sosa López: Si el Tiempo Dejara de Existir
Si el tiempo
dejara de existir, si se evaporara de pronto como el perfume de una ropa
(incluso de la fijación fetichista del que la olió con algún arrobo), si dejara
de ser lo que corroe, enferma o envejece, es decir, ese flujo que determina toda
realidad como una música callada (que alguien supuestamente tiene que oírla,
porque si no carecería de sentido que fuera una música); si el tiempo, digo,
dejara de ser, ¿cuánto me faltaría para cumplir mi condena? ¿Con qué patrón se
mediría o verificaría el plazo de la pena que me impuso la Justicia? ¿Qué
pasaría en fin con un preso como yo, que tiene que esperar todavía veintitrés
años más de encierro?
Lo increíble es que esto acaba de ocurrir. A primera hora de la mañana apareció un guardián y me dijo: -Oiga, profesor, a usted que es medio ateo le va a interesar la noticia. (Me llaman ateo por lo inverosímil de mi crimen y, también, porque soy un intelectual; un ácrata para unos o un réprobo para otros.) En el mundo o el cosmos o el universo, como quiera llamarlo, se ha terminado el tiempo. No hay más tiempo. Parece ser que el universo que se expande ha llegado a su punto más extremo, ha cesado de expandirse. Así viene la noticia. Lo dicen todos los científicos y así figura en la primera plana de los periódicos. Están dando además informaciones constantes por la radio.
Conociendo mi temperamento reflexivo, se detiene un rato más. Y me pregunta con sorna: -¿Cuánto le dieron por matar tan inmotivadamente a aquel párroco? Su abogado alegó que estaba loco, pero el jurado comprobó su lucidez y plena conciencia al cometer el crimen, ya que usted mismo confesó que ese acto respondía a una necesidad muy profunda de su ánimo. Le dieron un veinticinco buenos años, ¿no? Pues bien, ¿qué se hará con usted ahora que ya no hay tiempo? ¿Quedará encerrado por toda la eternidad? ¿Cómo medirán de aquí en adelante su condena? Sólo los muertos están guardados para siempre. Pero para alguien que aún está vivo, ¿cómo procederá la humanidad de la Justicia? Porque todo lo que pase ahora es, según se lo dice, a perpetuidad...
El guardián que al comienzo parecía burlarse de mí se asemejaba ahora a un filósofo. -Qué curioso, ¿no? Jamás hubiese imaginado vivir a perpetuidad como los dioses. Todos nuestros actos son ya arquetípicos; parecen ser actos puros del pensamiento-. Y siguió andando con un aire cada vez más reflexivo para avisarle lo mismo al preso de al lado.
Me he quedado tirado en mi tarima, con las manos debajo de la cabeza. En verdad, ¿qué harán conmigo?, me pregunto. Repentinamente, con un ruido seco, todas las puertas de rejas de las celdas se descorren. -¡Salgan! -dicen por los altoparlantes-. No hay más tiempo. Las penas están de hecho conmutadas. ¡Están en libertad! Lo que no sabemos es si lo que está ocurriendo ahora sigue siendo la vida o somos ya meros espectros de una repentina fantasmagoría.
Así se expresaban los parlantes con la habitual y monótona voz con que antes nos imponían silencio y nos hacían andar en fila, detenernos, entrar a un mismo tiempo en las celdas, recomendando no escandalizar ni hacer el menor ruido posible, inclusive el de rezar aún en voz baja.
Al salir de mi celda para asegurarme sobre mi situación personal, pedí hablar con el encargado del pabellón. Un guardia que solía ser feroz en los castigos y procedía siempre a gritos y empellones, me quiso disuadir, hablándome casi como en un ruego: -Mire, profesor, el oficial está tan perplejo como usted. La orden viene de muy arriba, casi diría que del cielo. Sólo que a nosotros nos llega del Gobernador. Él mismo asegura que la orden viene directamente de Dios -que, según parece, ha vuelto a hablar como el viejo Jehová. Como nuestro país es tan estatista, esta información (apocalíptica) del fin de los tiempos, ha tenido que ser refrendada, para que nadie dude, por el Presidente de la Nación, sus ministros, autoridades del Congreso y miembros de la Suprema Corte de Justicia, junto con los Jefes de las tres Fuerzas Armadas y altos dignatarios de la Iglesia. En un decreto global se ha dispueso, por último, antes de disolverse el Gobierno, que "por mandato de Dios" (que en nuestra Constitución es "fuente de toda Razón y Justicia"), sean liberados los presos, cancelados todos los plazos o vencimientos de deudas que ya no las habrá más, pues el dinero ha dejado de tener valor. Nada vale nada, no rigen ni las fechas, los días, los meses ni los años. Tampoco se usarán más los nombres de los días. Se ha confirmado además que no habrá más muerte ni dolor. Nada cambiará en adelante. Todos los que murieron han sido resucitados y así, vivos, muertos y niños tienen de hecho la misma edad. Mundo colmado, es cierto, pero libre, sapientísimo, sin necesidad de diarios ni noticieros. Ni libros. El mal que los producía ha desaparecido al no operar más el tiempo. No habrá más babelismo. Hasta el hombre de Cro-Magnon hablará inglés, latín, hebreo o el idioma o dialecto que quiera. Todos lo entenderán. Podrá viajar incluso en avión o cohete a cualquier parte, como en un sueño. O con el pensamiento simplemente. En realidad, no existirá otra cosa que la ilusión del movimiento...
Y agregó tras un suspiro: -Se dice que debemos comenzar a habituarnos a vivir en la eternidad. -Pletórico de entusiasmo casi le grité: -¿Entonces quiere decir que se han confirmado aquellos versos de Rimbaud: "Elle est retrouvée! / Quoi? l'Éternité"?... -C'est vrai! -me respondió el perverso esbirro y se alejó.
Todavía estoy en el pasillo donde queda mi celda. Ya se han ido todos, algunos con mucha indecisión. El último preso con el que hablé, que estaba enfermo y casi paralítico por su reuma, me dijo: -Yo creo que no tiene sentido irse de aquí, si ni siquiera necesitamos alimentarnos. ¿Irnos, para qué? ¿Para aprender algo nuevo fuera? Ya lo sabemos todo por un triquitraque de la mente. Jamás hubiese imaginado que pudiera explicar con tal precisión la relatividad de Einstein o la teoría de los quanta de Planck. O defender de sus infinitos comentaristas las ideas de Platón. O saberme de memoria Descartes, Kant o Schopenhauer. ¡Qué claro me resulta hoy Hegel! Y eso que en mi vida no he sido más que un ratero. Tengo en mi mente toda la música de Bach, Mozart, Brahms o Schönberg. Y toda la literatura, desde Homero a Borges. Lo que siento es que no haya más historia del arte. Con todo esto, ¿para qué irme de aquí? Este será un solar vacío, ideal para reparar y repasar lo creado por el hombre. Sólo me iré hasta el patio de esta prisión, únicamente para recordar con cuánta dificultad me desentumecía cuando tenía reumatismo. Ya volveré a conversar con usted, aunque de qué vamos a hablar si ya sabemos todo de todo.
Parece que el tiempo era nuestra frustración. Nunca teníamos tiempo para nada, apenas si para algún estallido de la pasión o de nuestras furias. Pero también parece que sin el tiempo ya hemos dejado de ser totalmente hombres, es decir, hombres mortales, viciosos, pendencieros, rufianes, mentirosos, delatores o perseguidores, guardianes, ajusticiadores, terroristas, prestamistas o torturadores. ¿Qué haremos ahora, salvo pasearnos como espectros sapientísimos, en la pululación de esta ya invariable alegoría que ni siquiera Dante hubiera osado imaginar? Porque no puedo creer que el reino de Dios resulte al final tan tedioso como lo pintan las actuales circunstancias.
Lo increíble es que esto acaba de ocurrir. A primera hora de la mañana apareció un guardián y me dijo: -Oiga, profesor, a usted que es medio ateo le va a interesar la noticia. (Me llaman ateo por lo inverosímil de mi crimen y, también, porque soy un intelectual; un ácrata para unos o un réprobo para otros.) En el mundo o el cosmos o el universo, como quiera llamarlo, se ha terminado el tiempo. No hay más tiempo. Parece ser que el universo que se expande ha llegado a su punto más extremo, ha cesado de expandirse. Así viene la noticia. Lo dicen todos los científicos y así figura en la primera plana de los periódicos. Están dando además informaciones constantes por la radio.
Conociendo mi temperamento reflexivo, se detiene un rato más. Y me pregunta con sorna: -¿Cuánto le dieron por matar tan inmotivadamente a aquel párroco? Su abogado alegó que estaba loco, pero el jurado comprobó su lucidez y plena conciencia al cometer el crimen, ya que usted mismo confesó que ese acto respondía a una necesidad muy profunda de su ánimo. Le dieron un veinticinco buenos años, ¿no? Pues bien, ¿qué se hará con usted ahora que ya no hay tiempo? ¿Quedará encerrado por toda la eternidad? ¿Cómo medirán de aquí en adelante su condena? Sólo los muertos están guardados para siempre. Pero para alguien que aún está vivo, ¿cómo procederá la humanidad de la Justicia? Porque todo lo que pase ahora es, según se lo dice, a perpetuidad...
El guardián que al comienzo parecía burlarse de mí se asemejaba ahora a un filósofo. -Qué curioso, ¿no? Jamás hubiese imaginado vivir a perpetuidad como los dioses. Todos nuestros actos son ya arquetípicos; parecen ser actos puros del pensamiento-. Y siguió andando con un aire cada vez más reflexivo para avisarle lo mismo al preso de al lado.
Me he quedado tirado en mi tarima, con las manos debajo de la cabeza. En verdad, ¿qué harán conmigo?, me pregunto. Repentinamente, con un ruido seco, todas las puertas de rejas de las celdas se descorren. -¡Salgan! -dicen por los altoparlantes-. No hay más tiempo. Las penas están de hecho conmutadas. ¡Están en libertad! Lo que no sabemos es si lo que está ocurriendo ahora sigue siendo la vida o somos ya meros espectros de una repentina fantasmagoría.
Así se expresaban los parlantes con la habitual y monótona voz con que antes nos imponían silencio y nos hacían andar en fila, detenernos, entrar a un mismo tiempo en las celdas, recomendando no escandalizar ni hacer el menor ruido posible, inclusive el de rezar aún en voz baja.
Al salir de mi celda para asegurarme sobre mi situación personal, pedí hablar con el encargado del pabellón. Un guardia que solía ser feroz en los castigos y procedía siempre a gritos y empellones, me quiso disuadir, hablándome casi como en un ruego: -Mire, profesor, el oficial está tan perplejo como usted. La orden viene de muy arriba, casi diría que del cielo. Sólo que a nosotros nos llega del Gobernador. Él mismo asegura que la orden viene directamente de Dios -que, según parece, ha vuelto a hablar como el viejo Jehová. Como nuestro país es tan estatista, esta información (apocalíptica) del fin de los tiempos, ha tenido que ser refrendada, para que nadie dude, por el Presidente de la Nación, sus ministros, autoridades del Congreso y miembros de la Suprema Corte de Justicia, junto con los Jefes de las tres Fuerzas Armadas y altos dignatarios de la Iglesia. En un decreto global se ha dispueso, por último, antes de disolverse el Gobierno, que "por mandato de Dios" (que en nuestra Constitución es "fuente de toda Razón y Justicia"), sean liberados los presos, cancelados todos los plazos o vencimientos de deudas que ya no las habrá más, pues el dinero ha dejado de tener valor. Nada vale nada, no rigen ni las fechas, los días, los meses ni los años. Tampoco se usarán más los nombres de los días. Se ha confirmado además que no habrá más muerte ni dolor. Nada cambiará en adelante. Todos los que murieron han sido resucitados y así, vivos, muertos y niños tienen de hecho la misma edad. Mundo colmado, es cierto, pero libre, sapientísimo, sin necesidad de diarios ni noticieros. Ni libros. El mal que los producía ha desaparecido al no operar más el tiempo. No habrá más babelismo. Hasta el hombre de Cro-Magnon hablará inglés, latín, hebreo o el idioma o dialecto que quiera. Todos lo entenderán. Podrá viajar incluso en avión o cohete a cualquier parte, como en un sueño. O con el pensamiento simplemente. En realidad, no existirá otra cosa que la ilusión del movimiento...
Y agregó tras un suspiro: -Se dice que debemos comenzar a habituarnos a vivir en la eternidad. -Pletórico de entusiasmo casi le grité: -¿Entonces quiere decir que se han confirmado aquellos versos de Rimbaud: "Elle est retrouvée! / Quoi? l'Éternité"?... -C'est vrai! -me respondió el perverso esbirro y se alejó.
Todavía estoy en el pasillo donde queda mi celda. Ya se han ido todos, algunos con mucha indecisión. El último preso con el que hablé, que estaba enfermo y casi paralítico por su reuma, me dijo: -Yo creo que no tiene sentido irse de aquí, si ni siquiera necesitamos alimentarnos. ¿Irnos, para qué? ¿Para aprender algo nuevo fuera? Ya lo sabemos todo por un triquitraque de la mente. Jamás hubiese imaginado que pudiera explicar con tal precisión la relatividad de Einstein o la teoría de los quanta de Planck. O defender de sus infinitos comentaristas las ideas de Platón. O saberme de memoria Descartes, Kant o Schopenhauer. ¡Qué claro me resulta hoy Hegel! Y eso que en mi vida no he sido más que un ratero. Tengo en mi mente toda la música de Bach, Mozart, Brahms o Schönberg. Y toda la literatura, desde Homero a Borges. Lo que siento es que no haya más historia del arte. Con todo esto, ¿para qué irme de aquí? Este será un solar vacío, ideal para reparar y repasar lo creado por el hombre. Sólo me iré hasta el patio de esta prisión, únicamente para recordar con cuánta dificultad me desentumecía cuando tenía reumatismo. Ya volveré a conversar con usted, aunque de qué vamos a hablar si ya sabemos todo de todo.
Parece que el tiempo era nuestra frustración. Nunca teníamos tiempo para nada, apenas si para algún estallido de la pasión o de nuestras furias. Pero también parece que sin el tiempo ya hemos dejado de ser totalmente hombres, es decir, hombres mortales, viciosos, pendencieros, rufianes, mentirosos, delatores o perseguidores, guardianes, ajusticiadores, terroristas, prestamistas o torturadores. ¿Qué haremos ahora, salvo pasearnos como espectros sapientísimos, en la pululación de esta ya invariable alegoría que ni siquiera Dante hubiera osado imaginar? Porque no puedo creer que el reino de Dios resulte al final tan tedioso como lo pintan las actuales circunstancias.
(De Cuentos para una época incrédula, Ediciones Mundi, Córdoba,
Argentina, 1994)
EMILIO SOSA LOPEZ: Tres Cuentos
EMILIO SOSA LÓPEZ:
Tres Cuentos
Estoy en el centro del universo
Estoy
en el centro del universo —ya que todo punto en el universo es centro. Soy una
ameba y pienso en el espacio interestelar y, también, en el origen o creación
del universo. Se dice que la materia flotante se congeló, se contrajo hasta
conformar un solo átomo, apretado a sí. Por su extrema cohesión o pasión
interior (o amor tal vez) estalló. Produjo un originario e infernal caos. Y así
comenzó la expansión del universo. Esto lo sabe ya todo el mundo. Se sabe
además que la materia volverá a enfriarse, a perder energía y a contraerse,
para estallar luego en otro arrebato de amor. Diástole y sístole del universo,
corazón palpitante, etc., etc…
Pero
hoy pienso en el espacio vacío —ese ámbito de inducción, como lo llaman algunos
cosmólogos. Es decir, pienso en ese escenario (previo y hueco) por donde el
universo se ha expandido. Que no tenga límites, me abruma. Pero tampoco tiene
límites el espacio virtual o irreal que generan dos espejos contrapuestos. Por
ahora voy a dejar de lado la posible pregunta, aplicada al cosmos, de quién
colocó en ese caso los espejos. Prefiero ir más allá, ir directamente a Dios en
tanto que es el creador y sostén del universo (como nos han enseñado). El, como
contemplador de su obra, es el verdadero espejo del universo, en el que incluso
se contempla a sí mismo como inteligencia pura, siendo y no siendo a la vez lo
creado.
Dios
es sin duda más que todo eso, pues en sí mismo es también lo increado, lo que
no ha sido creado (que, por cierto, no debe confundirse con esa idea de la nada
que nunca fue ni será). Justamente por el hecho de ser es, respecto del
universo, su glorificación frente a la nada. Ahora bien, esta supuesta nada es
el espacio vacío del que hablo, anterior a todo lo creado, espacio sin fin,
frente al cual Dios mismo es algo y, como tal, de algún modo limitado. Esto no
quiere decir que en sí mismo no sea ilimitado e infinito. Hoy incluso se habla
en matemáticas de un infinito finito. Pero para reconfortar a los que aún
tienen fe, diré que Dios existe y ha existido siempre por sí mismo, que es
eterno y que es lo único que está creativamente frente a la nada, determinando,
modelando su cosmos, haciéndolo estallar de amor y, más que todo eso,
soñándolo. Tan perfecto es que hasta la nada opera ante él como un espejo del
cosmos. En esa nada precisamente Dios sueña el universo.
Tenemos
tres postulados entonces: Dios, el universo y la nada. Así, cualquier cosa que
digamos puede resultar posible o cierta. Por ejemplo, que el universo es
materia del sueño de Dios. O dicho de otro modo: es materia de sueño —para lo
cual ya ni siquiera es necesario que el propio Dios exista. En la supuesta
fantasmagoría de lo posible basta con decir que todo es un mundo de espejismos,
figuraciones de sombras o sueño de nadie.
En
realidad, para la miseria que somos es casi un privilegio decir que somos
materia o sustancia del sueño. Al efecto, véase lo que es el tiempo: un devenir
que nos deja atrás —y que corre a su fin, o sea el fin de la expresión del
cosmos. En el punto último de la inmovilidad del universo todo comenzará a
retrotraerse en un puro no ser. Verdadero sueño de nadie que retorna a su
origen, desmontando sus hierros y edificios que por un instante se levantarán
del polvo; resplandores y brillos que rielan al revés y se embisten como
espadas, galaxias que se borran, agujeros negros que desaparecen igual que esta
gelatina excrementicia en la que me muevo.
¿Hasta dónde llevaré mi reflexión? Para
divertirlos como un profesor de filosofía diré que todo es ilusión, un mero
velo, que nunca hubo suceso ni proceso. Nada podemos conocer, todo es
inconsistente. Realmente, como se dice en los velorios, no somos nada. Sin
embargo, aquí estoy y lo peor, pensando. Pues bien, para empezar de nuevo
quitemos los espejos —incluso los del sueño que provocan espejismos y que ahora
sabemos que pone la mente. ¿Y qué será entretanto esto que llamamos mente?
Quitemos el universo. Quitemos también a Dios. ¿Pero cómo podríamos descartar
el espacio vacío —por el que se ha expandido el universo? ¿Cómo descartar lo
que es la nada misma? Porque la verdad es que el pensamiento no puede tampoco
concebir un espacio sin fin, vacío de todo en sus extremos y que además no
acaba nunca. Todo esto es una irracionalidad, ya que Dios mismo ¿qué podría
hacer en esa inconmensurabilidad salvo perderse en ella?
Hoy
es Lunes, mañana Martes. Hoy rezo, me alimento, orino —o segrego un líquido
corrosivo. Me subdivido y dejo de ser yo mismo en cuanto doy lugar a dos
individuos distintos de mí. Me persuado de que tal acto de mitosis es un acto
de amor, en tanto me consuela saber que alguna vez, cuando el universo se
contraiga nuevamente, volveré a ser yo mismo. ¡Un ser fantasmal en el centro de
la nada!
Se
lo diré o escribiré a mi amada que está a punto de dividirse. Ella sabe cuánto
la amo y cuán juntos estaremos o volveremos a estar, cuando regresemos al Uno.
Quietud absoluta, centro de la felicidad. De paso, no oculto que el universo me
divierte, en este ir y venir de sí mismo a sí mismo. Lo importante sin embargo
es ese instante en que no se distingue ya el ser del morir, en el que no hay
precisamente el morir, ese instante previo al Big Bang. Pero aún allí, ¿qué hago con esta reflexión latente, qué
hago con el espacio vacío? ¿Alguien me resolverá esta cuestión?
Reunión en un cementerio de pobres
En una de las tantas huelgas de
empleados municipales*, el viejo cementerio de pobres quedó sin sepultureros y
como la gente, pese al paro**, seguía muriendo lo mismo, los cajones de muertos
que llegaban se iban apilando en un galpón de la entrada principal. Desde lejos
los vecinos empezaron a oler los vahos de putrefacción que invadían los aires.
Insoportable era, por supuesto, el hedor que tenían que soportar los
integrantes de los cortejos fúnebres que venían a enterrar a sus seres
queridos. Con pañuelos de diversos colores se tapaban las narices y salían al
final poco menos que corriendo. ¡Adiós esposo o esposa, hermana o primo!,
decían mentalmente mientras se alejaban a toda prisa. Ya nos veremos en el Día
del Juicio, callaban socarronamente los que a falta de fe todavía jugaban con
preceptos aprendidos en la infancia.
Los cajones se acumulaban. Debieran
levantar la huelga así no mueren tantos, comentó un irracional. El montículo
crecía y una noche los cajones de arriba, tan mal apilados, se vinieron abajo.
Como esas cajas mortuorias, de pobre calidad, no tenían muy bien tomadas las
junturas y algunas de ellas hasta carecían de esas chapas de cinc que sellan el
cadáver, se rajaron o abrieron. Así un brazo de muerto quedó fuera,
convalidando una de las tantas muestras de la desidia y el horror a que llevaba
el paro. El brazo permaneció largo rato como expresión de lo macabro. Pero
luego, asombrosamente, comenzó a moverse. Primero palpó el exterior del cajón y
después, recobrando su propia habilidad, comenzó a forzar la abertura hasta que
el muerto sacó la cabeza, con esa curiosidad que se supone en un resucitado. Finalmente
pudo salir entero de su encierro.
Muy poco es lo que sabemos del
comportamiento de los resucitados. Todo lo volcamos al mundo de los vivos. Así
la historia, las leyes, los subsidios. A los muertos únicamente les dejamos los
homenajes, sobre todo cuando presumimos que están bien muertos. Pero de los
resucitados nadie habla por las dudas. El más famoso de ellos —se diría el único
del que se conoce algo—, es, como lo reconoce todo el mundo, Lázaro. El
Evangelio de San Juan lo muestra, después de volver de la que debió ser su
última morada, sentado a la mesa. Pero no se dice mucho más, aunque cabe
sospechar que debió vivir su corta vida de resucitado en constante sobresalto y
angustia, ya que los principales sacerdotes judíos acordaron darle muerte tan
pronto como pudieran, como a Jesús, para evitar las múltiples conversiones que
producía la noticia de su resurrección. Los datos posteriores sobre Lázaro se
borran y es muy difícil comprobar si alguna vez se le rindió culto o fue objeto
de una sincera devoción.
Nuestro muerto se puso de pie y miró a
su alrededor. Vio moverse otros miembros que salían de aquellos cajones
desvencijados. Ayudó a salir a varios y actuando ya en conjunto la tarea de la
liberación se hizo bien rápido. Y los ataúdes que aún permanecían herméticos o
intactos, fueron rotos y sus muertos se incorporaron entre jaculatorias,
llantos de agradecimientos y otras manifestaciones litúrgicas que recordaban a
esas murgas de la danza de la muerte que todos han visto en los carnavales.
Pero cuando se planteó el problema de
regresar a sus hogares, uno de aquellos resucitados —que por su modo de hablar
o demandar atención demostraba haber sido un dirigente gremial—, les exigió que
recapacitaran y volvieran al uso de la razón —¡oh razón vital que curas los
desatinos del mundo! Propuso que se realizara allí mismo una asamblea y se
decidiera qué debía hacerse, ya que si volvían tantos muertos a sus casas se
iba a pensar que ya estábamos en el Juicio Final, cuando en realidad no había
más que un paro municipal, aparte de que son muy pocos los que en realidad
quieren ser juzgados en esta época. ¿Y qué haremos?, preguntó abismado uno de
los resucitados. La solución provino del propio dirigente.
Miren, les dijo, nos iremos a vivir a
una villa miseria que levantaremos nosotros mismos. Allí no se nos molestará ni
nos tomarán en cuenta. A lo sumo nos echarán del lugar y nos trasladaremos a
otro. Por lo que veo hay entre nosotros hombres de diversas fachas; hay algunos
muchachotes y unas cuantas mujeres que ya no se sabe qué edades tienen.
Parecemos perfectamente los seres habituales de la miseria, sin identidad,
flacos, medio enclenques y desgarbados. Felizmente conservamos las huellas que
nos dejaron la enfermedad y la muerte. Estos serán nuestros mejores distintivos
de clase. Seremos villeros. O más aún, seremos como los intocables de la India,
gritó desde el fondo uno que debía ser un erudito.
Con aplicación se construyó la villa,
lo más lejos posible de otra que ya estaba asentada, seguros de que nadie se
fijaría en ella. Con las propias maderas de los cajones levantaron precarias
viviendas. Tal conglomerado, aunque se asemejaba al hacinamiento y la
promiscuidad, no tenía nada de ominoso. Se trataba de una comunidad de seres
que habían dejado de lado toda crispación y que sin llegar a entender
cabalmente la vida que hacían se afanaban por permanecer juntos.
Cuando se levantó la huelga y
volvieron los sepultureros, con los demás administrativos y peones de ese
cementerio de pobres, nadie pudo explicarse la desaparición de tantos cajones
de muertos y de tantos cadáveres. Lo curioso es que incluso el olor pestilente
había desaparecido. Por prudencia, los dos únicos diarios de la ciudad se
abstuvieron de dar la noticia, a fin de no provocar alarmas ni desbordes
sentimentales. A los deudos se les dijo que dado el estado de descomposición
que presentaban algunos ataúdes, los habían incinerado a todos para evitar
males mayores. La policía elevó el caso al juez correspondiente quien, desde
entonces —y por sugerencia quizá del arzobispado—, se ampara estratégicamente
en el secreto del sumario, dejando así pasar la cosa. En cuanto al intendente***,
no quiere ni oír hablar del tema y rehusa todo comentario por temor de que
algún concejal de su partido haya sido el que comerció las maderas de los
féretros.
Notas del Editor
sobre ciertas palabras de uso en Argentina, pero no con igual significado que en
otros países de habla hispánica:
(*) El “municipio”
es el “ayuntamiento”, también “alcaldía”
(**) “Paro” es
igual que “huelga”
(***) El
“intendente” es el “alcalde”
Me extasío contemplando la obra humana
Me extasío contemplando la obra
humana. Aunque nací en un albañal y me alimenté de grasas y residuos fermentados
junto a aguas servidas o cloacales, poseo un oído muy fino y, sobre todo, un
superior instinto de supervivencia. Pertenezco a la especie que sucederá al
hombre. Sus grandes ciudades, abatidas al final por la peste, la rabia, la
fiebre amarilla, aparte del sida que diezmará a la humanidad, sus ciudades,
digo, serán nuestras formidables fortalezas y treparemos por sus murallas y
paredes cuando el moho u otra floración las haya cubierto totalmente. Es
también posible que nosotros perezcamos en ellas, corrompidos por una falta de
lucha por la vida, que es la ley del progreso y la evolución. Reventaremos
quizá de tuberculosis como los desaprensivos osos de las cavernas. Pero hasta
tanto no nos agrandemos como gatos, no hay peligros de extinción.
¡Los hombres! Ah, cómo los admiro.
Pudieron haber seguido siendo, como los primitivos, seres paradisíacos, pero se
desviaron hacia la civilización de la técnica y la máquina. Y nosotros los
hemos acompañado al amparo de las sombras. ¿Pero cómo detener la fiebre del conocimiento,
el ansia misma de someter, la necesidad de las guerras y últimamente la
experiencia de la drogadicción que los zambulle en los oleajes del
inconsciente? A falta de drogas tenemos la fornicación que debilita y nos
provoca estados de alucinación. Por lo demás, de tanto roer cortezas, cáscaras
y otras vegetaciones resistentes, hemos desarrollado unos dientes que si no los
desgastamos en un constante triturar, crecen hasta convertirse en verdaderos
alfanjes asesinos que acaban hundiéndose en nuestro abdomen o zona ventral.
Esto demuestra la falta de imaginación en sortear los excesos de la voracidad
de nuestros ancestros y su sujeción al acoplamiento como a una droga. Con algo
de curiosidad por las ideas pudieron avanzar un poco más en nuestra escala
zoológica, afinando la función digestiva, reduciendo la actividad reproductiva
y orientando el sentido de nuestro olfato a algo más allá de la pestilencia y
la rarefacción.
Pero, con todo, ya casi nos hemos
adueñado de las ciudades. Por encima de nosotros está el mundo contaminado por
los gases que desprenden los motores a explosión, usinas y fábricas; ellos
forman pesadas capas de un aire inmóvil que acrecentará su efecto de
invernadero. Los hombres están enfermos y locos, y manejan sus vehículos con
sus mentes paralizadas. Trabajan a horario en tareas inútiles como son los
papeleos y las compilaciones de planillas que a nosotros nos encanta destruir,
ya que los papeles, apretados o no, configuran la materia más recomendable para
desgastar el crecimiento de nuestros dientes. Pero así como los papeles valen
para nosotros por su aparente resistencia, para ellos cuentan por los datos que
contienen. La mente humana tiende a la abstracción, se maneja con cifras que al
final se computan y generan nuevos resultados o exigencias, muchas de las
cuales ya no tienen asidero en lo inmediato, pero que exigen cambios en las
previsionesde la especie. He aquí como burocratizan sus vidas.
El vivir queda suplantado por la
programación de actos que impone la estadística. El hombre aguarda entonces el
dictamen de sus computadoras. Entretanto sus funciones vitales decrecen. El
cuerpo demanda entonces una salud absoluta que es ficticia, pues viviendo nunca
uno está sano. ¡Miren que lo dice una rata que por siglos ha sido el agente
vector de epidemias terribles que asolaron tantas ciudades del mundo! No, la
ilusión de una salud perfecta es una fantasía. Sólo los dioses están sanos
porque son inmortales. Y por eso justamente son perversos. Esta perversidad ha
terminado por envilecerlos a los mortales en el afán de imitarlos. ¡Imitar
seres irreales! ¿Qué signo de perfectibilidad es éste?
Sin embargo, yo los admiro. Queriendo
ser eternos han ingresado en la terribilidad de la muerte. En el futuro habrá
mujeres centenarias que parecerán adolescentes, hombres que pasearán sus
gráciles figuras bajo la comba de cristal de sus ciudades herméticas. Los niños
serán de probetas y el placer habrá huido de sus carnes. Nuevas drogas les
permitirán volar a la esfera de las matemáticas. Pero nosotros estaremos fuera,
entre los residuos, bajo espesas nubes de smog, en días grisáceos u oscuros
como estos recovecos o laberintos por donde nos movemos. Ya estaremos en
posesión de la tierra, sin inteferir con otras especies supervivientes como las
cucarachas y las hormigas. Pero seguiremos observando a esas figuras esbeltas
que se deslizan por pasillos o calles iluminadas permanentemente. Sus ciudades
serán ya laboratorios, en tanto que afuera una vegetación degenerada las irá cubriendo
como una lluvia de mercurio. Lo que admiro del hombre es su inocencia ante el
mal.
Pero no somos musarañas a quienes nos
domine la prisa. Nuestro instinto no nos arrastra a ninguna civilización. Somos
animales de adaptación del mismo modo como somos escurridizos o asustadizos. Esta
cualidad nos viene del exceso de fornicación. Comemos, roemos y nos acoplamos,
nuestra línea de vida, nuestra cadena inmemorial. Nuestras crías nacen voraces
y a poco son adultas, astutas, medrosas y chillonas. Cuando avanzamos para
tomar posiciones nos movemos en tropel, lentamente como la lava. Pero en
nuestra supervivencia carecemos de fines concretos, como no sea devorar y
fornicar. Nuestras hembras ya no tienen ni siquiera conciencia de que paren
constantemente. Y yo a veces pienso, viéndolo al hombre como un ser intermedio
entre lo terreno y lo divino (oh sus dioses falsos), a qué eslabón
perteneceremos nosotros, o en qué medida seremos necesarios para algo superior,
si es que realmente existe en el plan de la creación un fin que justifique todo
esto.
Fuente: Sosa López,
Emilio, Cuentos para una época incrédula,
Ediciones Mundi, Córdoba, Argentina, 1994, edición bajo el cuidado y la
dirección de Sara Cameron de Sosa López y Martín Sosa Cameron
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